Revista Pelícano Vol. 10 (2024) Publicado en diciembre 2024
ISSN 2469-0775 Universidad Católica de Córdoba Página 1
EL ASALTO DE LO IMPENSADO (artículos)
Madrid se canta en Joaquín Sabina
Cecilia Malik de Tchara
Los efectos de cometer un error: un ejemplo desde el Quijote de
Schütz
Carlos Germán Juliao Vargas
La leyenda Boturini. Lorenzo Boturini Benaduci en la historiografía
Miguel Ángel Cerón Ruiz
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Universidad Católica de Córdoba, Argentina
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Esta revista de la Universidad Católica de Córdoba es una
publicación periódica anual de artículos de investigación científica,
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cual se vale de un sistema de arbitraje basado en dos evaluaciones con
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2) El asalto de lo impensado: de participación libre. Consiste en artículos
de revisión e investigación científica que exponen, de manera
exhaustiva, los resultados originales de proyectos de investigación
individuales o colectivos. Abarca también las investigaciones que
analizan, sistematizan e integran los resultados de investigaciones
publicadas o no publicadas, sobre un campo de las ciencias sociales,
humanas y/o teorías y desarrollos conceptuales en el ámbito de la
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filosofía, psicología, las ciencias de las religiones, la historia y la literatura,
con el fin de dar cuenta de los marcos teórico-epistemológicos,
metodologías y estados de las investigaciones en cuestión. Se
caracteriza por presentar una cuidadosa revisión bibliográfica y por su
rigor teórico y metodológico. Además por la argumentación reflexiva y
crítica sobre nuevos problemas teóricos y prácticos.
3) Las formas de la memoria: de participación libre.
Ocasionalmente, Pelícano publicará traducciones de documentos
relevantes para el estudio de las Humanidades, como así también
entrevistas a personalidades destacadas en dichas disciplinas. Como
también artículos y/o trabajos en homenaje a algún autor o personalidad
destacada.
4) Nuevas narraciones: de participación libre. Consiste en comentarios
bibliográficos breves en la que se presentan los aportes científicos de
un libro de reciente aparición en el mercado editorial (hasta cuatro
años). No se atiene solamente al contenido, sino a una revisión crítica y
contextual de su contenido.
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ÍNDICE
EL ASALTO DE LO IMPENSADO (artículos)
(pp. 7- 43)
Cecilia Malik de Tchara
Los efectos de cometer un error:
un ejemplo desde el Quijote de Schütz (pp. 44-70)
Carlos Germán Juliao Vargas
La leyenda Boturini. (pp. 71-112)
Lorenzo Boturini Benaduci en la historiografía
Miguel Ángel Cerón Ruiz
Madrid se canta en Joaquín Sabina
Revista Pelícano Vol. 10 (2024) Publicado en diciembre 2024
ISSN 2469-0775 Universidad Católica de Córdoba Página 71
La leyenda Boturini1.
Lorenzo Boturini Benaduci en la historiografía
The Boturini legend. Lorenzo Boturini Benaduci in
historiography
Miguel Ángel Cerón Ruiz2
Para el doctor Enrique González González,
generoso maestro y amigo.
Resumen
La historiografía le ha atribuido al aventurero italiano Lorenzo Boturini Benaduci
una ascendencia noble, el conocimiento de varias lenguas indias y el dominio del
1 Una primera versión se presentó como primer capítulo de la tesis de maestría “Los diez
quadernos de apuntes en la leyenda Lorenzo Boturini Benaduci”, Facultad de Filosofía y Letras,
Universidad Nacional Autónoma de México, 2022.
2 Profesor de Paleografía e Historia Novohispana en la Facultad de Estudios Superiores Acatlán,
Universidad Nacional Autónoma de México, y fundador del Seminario Permanente de
Paleografía y Diplomática de la misma facultad. ORCID: 0009-0008-8828-6301 / Correo
electrónico: miguelangel88cr@gmail.com
Artículo publicado bajo Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-
SinDerivar 4.0. © Universidad Católica de Córdoba.
Recibido: 15/11/2024 - Aceptado: 26/12/2024
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náhuatl. Algunos estudiosos dicen que fue un sabio, autor de gran literatura y
alto talento, y el primer investigador de las apariciones del Tepeyac, quien habría
integrado una colección de antiguallas con más de trecientos códices indios. A lo
largo de este estudio se evaluarán algunos testimonios historiográficos y
documentales para determinar si lo que tenemos hasta nuestros días es una
biografía creíble y razonable del viajero italiano o si se trata, por el contrario, de
una semblanza romántica, exagerada y ficticia.
Palabras clave: Lorenzo Boturini, historiografía, Museo Histórico Indiano
Abstract
Historiography has attributed to the Italian adventurer Lorenzo Boturini
Benaduci a noble ancestry, the knowledge of several Indian languages and the
mastery of Nahuatl. Some scholars say that he was a wise man, author of great
literature and great talent, and the first researcher of the Tepeyac apparitions,
who put together a collection of antiquities with more than three hundred Indian
codices. Throughout this study, some historiographic and documentary
testimonies will be evaluated to determine whether what we have to this day is
a credible and reasonable biography of the Italian traveler or if it is, on the
contrary, a romantic, exaggerated and fictitious portrait.
Keywords: Lorenzo Boturini, historiography, Indian Historical Museum
Resumo
A historiografia atribui ao aventureiro italiano Lorenzo Boturini Benaduci uma
ascendência nobre, o conhecimento de várias línguas indígenas e o domínio do
Nahuatl. Alguns estudiosos afirmam que se tratava de um erudito, autor de
grande literatura e elevado talento, e o primeiro investigador das aparições de
Tepeyac, que teria integrado uma coleção de antiguidades com mais de 300
códices indígenas. Ao longo deste estudo, serão avaliados alguns testemunhos
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historiográficos e documentais para determinar se o que temos até hoje é uma
biografia credível e razoável do viajante italiano ou se, pelo contrário, é um
retrato romântico, exagerado e fictício.
Palavras-chave: Lorenzo Boturini, historiografia, Museu Histórico Indiano
De entre los viajeros que llegaron a estas tierras cuando se nombraban la
Nueva España, sobresale de manera notable la figura de Lorenzo Boturini
Benaduci, erudito sondriense,3 hoy recordado por su aparente extremada
devoción hacia María de Guadalupe del Tepeyac, por haber reunido en poco
menos de ocho años una interesante colección de documentos históricos, y por
haber escrito la Idea de una Nueva Historia General de la América Septentrional y,
poco después, una Historia General de la América Septentrional, inspirado en los
principios de la Scienza Nuova del napolitano Juan Bautista Vico. Don Lorenzo
llegó a la Nueva España a finales de 1735 y se propuso escribir la historia de la
Virgen de Guadalupe de México. Para ello, se dedicó entre 1736 y 1743 a recopilar
los testimonios documentales de aquel portento, aunque en el camino fue
coleccionando también papeles relacionados con el pasado precortesiano, como
crónicas y códices. Todo ese conjunto de documentos es conocido con el nombre
de Museo histórico indiano. En 1742, Boturini se aventuró en el proyecto de coronar
solemnemente a la virgen del Tepeyac y para ello escribió personalmente al
cabildo vaticano. Ya con el visto bueno de Roma, el italiano se dedicó a reunir
fondos, oro y piedras preciosas para la fabricación de la corona. A la llegada del
nuevo virrey de Nueva España, Pedro Cebrián y Agustín, conde de Fuenclara,
3 La mayoría de los autores dan a Boturini el gentilicio de “milanés”, no porque hubiese nacido
en la ciudad de Milán, sino porque la villa de Sondrio, en la que nació, en 1698, pertenecía al
ducado de Milán. Pese a ello, también me parece apropiado llamarlo “sondriense”, término con
el que se designa a los oriundos de la provincia y villa de Sondrio; aunque también adecuado
nombrarlo “valtellinense”, pues la Valtellina es uno de los valles más importantes de la provincia
de Sondrio, donde se encuentra la población en la que nació don Lorenzo. Evidentemente
también es válido denominarlo “italiano” o “lombardo”, pues así se entiende como procedente
de esa península o de aquella región italiana.
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don Lorenzo fue encarcelado y procesado, acusado, entre otras cosas, de haber
llegado ilegalmente al virreinato, de obtener documentos de la Santa Sede sin el
visto bueno del Consejo de Indias, y de promover una coronación sin
autorización alguna. Deportado a la Península, el sondriense pasó el resto de sus
días pidiendo que se le devolviera su colección y escribiendo las obras que le
darían fama.
Pues bien, cualquiera que se acerque a las fuentes documentales, en las
cuales se cuenta la vida y obra del valtellinense, no dejará de sorprenderse por
un hecho evidente y curioso, que la mayor parte de esa información procede de
una misma pluma, la de Boturini. Efectivamente, un alto porcentaje de lo que de
él sabemos proviene de la documentación redactada por su propia mano, como
lo son cartas y memoriales. Otras fuentes brindan escasa información
complementaria y, con todo ello, apenas se puede bosquejar la vida novelesca de
aquel gentil hombre que solía llamarse señor de la Torre y de Hono. Pero ¿se puede
confiar en este personaje cuando sabemos que las letras que refieren su vida las
redactó él mismo, en la prisión, con la evidente intención de justificar su conducta
ante el gobierno virreinal? Ya se había señalado, en la primera mitad del siglo
pasado, que el coleccionista había hecho en varios escritos “una pintura
dolorosa” de su estancia en la cárcel, tal vez como resultado del “tratamiento
vejatorio que se le dio” (Torre, 1936, p. 11). Naturalmente, las circunstancias nos
sugieren considerar los hechos con prudencia, ya que “es un lugar común en las
biografías de Lorenzo Boturini Benaduci el recuento de los indecibles trabajos
que padeciera” (Escamilla, 2008, p. 129). Tal es así, que un agudo historiador de
nuestro tiempo ha responsabilizado de ello al propio viajero, pues, desde su
punto de vista, el caballero lombardo “gustaba de pintar con dramáticos colores
sus andanzas” por la Nueva España (Escamilla, 2008, p. 129). Así, por ejemplo,
don Lorenzo le contó a Mariano Fernández de Echeverría y Veytia que, una vez
estando en busca de documentos para su colección:
se mantuvo ocho días enteros con chirimoyas, en otras con tortillas
de maíz duras, y en otras con sólo maíz tostado; albergándose en
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las infelices chozas y tugurias de los indios, y no pocas veces con
temor y peligro de la vida, porque desconfiados ellos de su
intención sospechaban que ésta fuese de robarles o hacerles otros
perjuicios (Echeverría, 2000, p. 311).
En otro momento, el mismo coleccionista, en la presentación de su Idea de
una Nueva Historia General de la América Septentrional, escribió que:
La misma historia de la Gentilidad, que estaba para expirar,
clamaba por sujeto, que la sacase del túmulo del olvido. No tardó
mi propensión a pensar en lo uno, y en lo otro, y aunque parecía a
muchos imposible la empresa, fiado yo de la asistencia del Altísimo,
que nunca falta a quien tiene buena intención, eché el pecho al agua,
y expuesto a las inclemencias del Cielo, y à otras infinitas
incomodidades, caminé largas tierras, y muchas veces sin encontrar
albergue, hasta que con ocho años de incesante tesón, y de
crecidísimos gastos, tuve la dicha, que ninguno puede contar, de
haber conseguido un Museo de cosas tan preciosas en ambas
Historias, Eclesiástica, y Profana, que se puede tener por otro de los
más ricos tesoros de las Indias (Boturini, 1974, p. 5).
Así, con el hilo proporcionado por esta clase de lastimeras narraciones, los
historiadores fueron tejiendo una biografía de Boturini, que no es otra sino “la
que el mismo don Lorenzo buscó construir a la medida de sus intereses”, y es la
que prevalece hasta nuestros días (Escamilla, 2008, p. 130). Efectivamente,
diversos historiógrafos han redactado semblanzas sucintas, basadas en lo que el
italiano escribió de sí y de sus andanzas en la Nueva España, aunque otros han
aderezado sus trabajos con una prosa florida para llenar con su imaginación los
vacíos que han dejado las fuentes documentales.
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I. Su nombre de pila fue Lorenzo Boturini Benaduci y tenía ascendencia noble
El 28 de septiembre de 1742, se presentó ante el alcalde del crimen de la
Audiencia de México un viajero que dijo llamarse Lorenzo Boturini Benaduci,
quien manifestó haber nacido en la villa de Sondrio, en Italia. Para respaldar su
dicho, el declarante presentó un expediente en el que constaba su fe de bautismo,
el testimonio de ciertos testigos y otras diligencias que probaban su “estado
soltero y libre de todo vínculo de casamiento”, instrumento jurídico legalizado
por el nuncio de la Santa Sede en Viena y por el vicario general de dicha ciudad
en 1734 (Ballesteros, 1946, pp. 159-160).
Es curioso saber que el viajero italiano, justo antes de salir del Sacro
Imperio, obtuvo de las autoridades eclesiásticas de Viena un testimonio de
bautizo y de soltería, documentos requisito de la corona española para aquellos
interesados en embarcarse a las Indias, ya que muchos hombres casados
abandonaban mujer y familia para ir a la aventura del Nuevo Mundo. Así lo deja
ver, por ejemplo, una real instrucción para la habilitación y apresto de navíos
utilizada por la Real Compañía de Comercio de Barcelona a Indias, la cual
establecía que, para que alguna persona pudiera embarcarse, deberían de
exigírsele “las condiciones usuales para ello como limpieza de sangre,
autorización conyugal o certificado de soltería (Melgar, 1987, p. 59). Aunque el
italiano da a entender en su relato que su viaje a las Indias fue producto de la
casualidad, el que haya obtenido estos testimonios de bautismo y soltería en
Viena, nos hace pensar que tal vez don Lorenzo ya tenía en mente viajar a las
Indias, en caso de que no tuviera fortuna en Portugal, con todo y las
recomendaciones que le había dado la archiduquesa María Magdalena de
Austria, hermana del emperador, para ser entregadas a su hermana María Ana
de Austria, reina consorte de Portugal (Antei, 2007, p. 106).
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Partida de bautismo de Lorenzo Boturini
Al margen de esta posibilidad, lo que conviene observar ahora es que, en
la partida original de bautismo de la parroquia de Sondrio hay constancia de que
se le puso por nombre Lorenzo Francesco Antonio, que fue hijo de Giovanni
Battista, nieto de Lorenzo Botterini, de Sondrio; y que su madre se llamó
Margherita, hija de Abundio de la Ecclesia, de Malenco (Antei, 2007, pp. 27-28).
Así pues, en el libro parroquial, el apellido del viajero es Botterini, con doble “t”,
y no hay justificación alguna para que utilizará el apellido Benaduci. De aquí que
sea lícito preguntarnos: ¿Qué decía esa fe de bautismo presentada al nuncio
apostólico en Viena? ¿Se trataba de un testimonio original emitido por el párroco
de Sondrio? ¿Por qué Boturini tuvo que presentar una relación de testigos? Y,
finalmente, ¿cuál la urgente necesidad de que lo validara el nuncio vaticano? Es
una lástima que esa documentación esté perdida, porque teniéndola a la vista se
disiparían algunas de nuestras dudas.
Mas lo importante ahora es notar que el viajero utilizó distintos nombres
a lo largo de su vida, no obstante que, por el registro bautismal que hoy
conocemos, debería llamarse Lorenzo Francesco Antonio Botterini de la Ecclesia.
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Por ejemplo, en una obra suya hasta hoy inédita, la Valtellina vindicata, el viajero
se puso por nombre Lorenzo Antonio de Botterini i Ardes (Antei, 2007, pp. 27-
28); pero en 1747 mudó ese apelativo por el de Lorenzo Antonio Botterini
Benaduci; tiempo después pasó a ser simplemente Lorenzo Botterini Benaduci,
para finalmente dejar su apellido en Botturini, no embargante que, de cuando en
cuando, lo escribiera con una sola “t”. De algunos de estos cambios se percató un
acucioso investigador argentino, quien se asombró de que don Lorenzo, “en
México y en los primeros tiempos de su estancia en Madrid”, escribiera su
apellido con doble tt (Botturini), para después apuntarlo con una sola letra
(Boturini), a partir de 1744 (Torre, 1936, p. 10).
No está de más agregar que, algunas veces, en sus escritos latinos, el
coleccionista se nombraba Laurentius Botturini Benaduci. Pero ¿qué motivos
tuvo don Lorenzo para cambiar constantemente su nombre? ¿Acaso quería
ocultar un pasado vergonzoso, indecente o simplemente incómodo?
Tal vez la respuesta la encontremos en algunos estudios que a mediados
del siglo pasado advirtieron, por vez primera, que el apellido original del
personaje era Botterini, y no Boturini; pero además evidenciaron que Lorenzo
Francesco Antonio no procedía de familia ilustre, sino que había sido hijo de un
modesto herrero,4 muy a pesar de que algunos investigadores insistieran en que
“era oriundo de una familia noble muy antigua del norte de Italia” (Thiemer-
Sachse, 2003, p. 11).
Ante tales evidencias, llama la atención que el señor Boturini le hubiera
manifestado al alcalde del crimen que tenía una distinguida ascendencia, ya que,
según su testimonio, su familia estaba vinculada con el conde Wigfredo de Borge,
con los condes de Poitou y los de Auvernia, los duques de Aquitania, de Borge y
Tolosa, y los señores de la Torre y de Hono. Así, el declarante, como prueba de
lo que decía, presentó un árbol genealógico que empezaba en el año de
4 El primero en escudriñar el árbol genelógico de don Lorenzo fue el investigador Pío Rajna, cuyo
estudio está publicado en el Bolletino de la Società Historica Valtellinese, Sondrio, Tipografia Mevio
Washington & C., 1934.
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ochocientos veinte y ocho y acababa en su persona, documento de su autoría y
validado por un notario imperial (Torre, 1936, p. 10).
Pues bien, es sabido que don Lorenzo también acostumbró a llamarse
caballero del Sacro Imperio Romano y señor de la Torre y de Hono, los cuales títulos,
legítimos o no, fueron implícitamente validados por la corona española al
autorizar, en 1746, la publicación de la Idea de una nueva historia general de la
América Septentrional, obra en la que su autor se ostenta con esas dignidades. Esto
podría explicar que, en ese mismo año, en el Journal de Trèvoux, publicación
académica que apareció mensualmente en Francia durante el siglo XVIII, se haya
hecho una reseña de la entonces novedosa Idea, y que en ella se haya dicho que
su autor había sido “el caballero Lorenzo Boturini Benaduci, señor de la Torre”;
5 aunque años más tarde, el historiador y escritor valtellinense Francesco Saverio
Quadrio, autor de Della storia e della ragione di ogni poesia, al redactar una nota
biográfica de su contemporáneo y coterráneo, lo llamó Botterini, le agregó el
apellido Benaducci, con doble “c” y le dio el título de “Signor de la Torre, e di
Hono” (Saverio, 1756, pp. 362-363).
Vemos, de esta manera, que el que había sido hijo de un modesto herrero
ya se había acreditado como noble, y para probarlo mostraba una historia de su
familia y un árbol genealógico, en los cuales, al parecer, se evidenciaba su
ascendencia francesa. Esto explica que, después de su destierro de la Nueva
España, don Lorenzo Francesco Antonio pidiera encarecidamente al gobierno
virreinal que le devolviera esos documentos (Torre, 1936, p. 10).
Pues bien, distintos historiógrafos reconocen hasta nuestros días que el
llamado señor de la Torre y de Hono tuvo un origen italiano en la villa de Sondrio,
aunque sólo algunos han insistido en una posible ascendencia gala. Tal es el caso
del coleccionista Joseph Marius Alexis Aubin, fundador de la Société Américaine
de France, quien habiendo estado diez años en México, en la primera mitad del
5 El nombre oficial de la publicación fue Memoires pour l’Histoire des Sciences & des beaux Arts, y la
reseña de la obra de Boturini apareció en diciembre de 1746, vol. II, artículo CXXXV.
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siglo XIX, y habiéndose apoderado de algunos de los documentos del Museo
histórico indiano, aceptó la opinión de que el valtellinense había sido un “antiquaire
milanais, d’origine fraçaise” (Aubin, 1891, p. 513). A mí me parece que Aubin debió
conocer las declaraciones de Boturini y que, gracias a esos testimonios, tuvo
noticia de la presumida ascendencia noble del italiano, por lo cual, sin más
averiguación y acaso con cierta complacencia, dio por ciertos los vínculos de
Boturini con aquellos linajudos franceses, de la misma manera en que también lo
afirmó el sacerdote y misionero francés Brassieur de Bourbourg, al decir que el
italiano había sido “un savant milanais d’origine française” (Brassieur, 1857, p.
XXXII). Sea de ello lo que fuere, lo indiscutible es que algunos se han interesado
en pregonar la nobleza del llamado caballero del Sacro Imperio, como lo fueron los
integrantes de la Academia Mexicana de la Historia, quienes, en 1937, tuvieron
el atrevimiento de correr la noticia de que Boturini también había sido duque. En
efecto, colocaron una placa en la fachada de una casa que supusieron había sido
la habitada por el italiano durante su estancia en la Nueva España, y en ella le
atribuyeron el título nobiliario de duque de Bena, al considerar, sin respeto alguno
por la gramática latina, que la palabra “Benaduci” no era apellido, sino la
conjunción de un topónimo con el genitivo del sustantivo latino dux. Las críticas
y cuestionamientos que por aquellos años se hicieron a la Academia tal vez
fueron la causa de que tan curiosa placa haya desaparecido de su sitio (Vid.
García, 1937, pp. 187-206).
El eco de la difundida ascendencia señorial de don Lorenzo tuvo
resonancia en la obra del historiador Miguel León Portilla, quien aseveró que
Boturini, a pesar de su ‘modestia y humildad’, insistía “con cierta complacencia
en la nobleza de su linaje y en los títulos que de él le venían”, lo cual podía
corroborarse, según el historiógrafo, “por la vinculación que mantuvo a lo largo
de su vida con personajes de las cortes de Viena, Lisboa y Madrid” (León, 1974,
p. XI). En esa misma línea, Álvaro Matute, historiador integrante de la Academia
Mexicana de la Historia, no tuvo empacho en referir esos supuestos ilustres
vínculos del valtellinense (Matute, 1976, p. 13); aunque años más tarde, en uno
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de sus últimos artículos, reconoció que el apellido original de don Lorenzo era
Botterini y que no tenía un linaje noble (Matute, 2012, p. 484).
En el mismo tenor se manifestó Jorge Cañizares Esguerra, destacado
historiador de la Universidad de Texas, en Austin, quien aseguró que Boturini
había sido “un italiano de orígenes patricios”, ya que sus padres habían sido
“milaneses nobles” (Cañizares, 2007, pp. 232-233). En fin, que consideró a don
Lorenzo como “un cortesano, pero también un hombre piadoso y de gran
curiosidad” (Cañizares, 2007, p. 234). No está de más agregar que el famoso
historiador inglés David Brading también aceptó sin reticencia esa conseja,
refiriendo que Boturini había sido “un hidalgo milanés de antigua estirpe”
(Brading, 2002, p. 219).
En la biografía de Boturini publicada por el historiador italiano Giorgio
Antei, se muestra la forma en la que Lorenzo Francesco Antonio se hizo pasar
por sobrino nieto del filósofo veronés Ottavio Boturini, por lo que, a partir de
entonces, pudo presumir sus vínculos con la estirpe aristocrática de los Botterini
y los Benaduci (Antei, 2007, p. 66 ss.). En esa obra se asegura que la razón por la
cual el sondriense se ufanaba de aquellos vínculos, es porque:
Esisteva realmente in quel di Brescia una stirpe Bot(t)urini, ben nota in
Val Sabbia, di provenienza francese Boturin, discendente da fuorusciti e
da soldati di Gastone di Foix, a cui del resto neppure competevano i titoli
de Borge, de la Tour, ecc.; il nostro [Boturini] credete forse in buona fede
di derivarne (Callegari, 1949, p. 597).
Así, el erudito italiano se convirtió en un impostor, pues la prueba de su nobleza
se reducía a un árbol genealógico de su propia creación. Desafortunadamente el
extravío hasta nuestros días de esos papeles impide corroborar el dicho de
Boturini, por lo que uno de sus biógrafos llegó a concluir que “o bien su
ascendencia se remontaba realmente a los señores De la Tour o bien Lorenzo se
lo creyó” (Callegari, 1949, p. 66). A pesar de todas estas conjeturas, todo apunta
a que el viajero lombardo
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dejó atrás su pueblo y sus orígenes humildes y anónimos para
inventarse una personalidad con la que pudiera labrarse un destino
propio. De alguna manera lo logró, y la Historia lo reconoce con el
nombre de Lorenzo Boturini Benaduci, señor de la Torre y de Hono
(Escamilla, 2010, p. 168).
En síntesis, que lo que Boturini dijo de su ascendencia ha sido aceptado en
términos generales por los estudiosos, muy a pesar de algunas evidencias
documentales que nos dicen que don Lorenzo era un charlatán.
No podemos olvidar, sin embargo, que en aquellos tiempos otros
individuos también llegaron a las Indias haciéndose pasar por clérigos o nobles.
Uno de esos casos fue el del veneciano Juan Sambeli, quien decía proceder de
casa ilustre, ser descendiente de emperadores romanos y sobrino del papa
Clemente XIII. Ese estafador convenció a un padre jesuita de que era posible
establecer comunicación con el máximo jerarca de la Iglesia católica para
transmitirle la aflicción de una Iglesia americana oprimida por sus obispos y
afectada por la expulsión de los ignacianos”, pero su proyecto no tuvo éxito, ya
que pronto fue descubierto, arrestado y remitido a un juzgado eclesiástico
(Torres, 2016, pp. 987-1043). Es probable que, en aquellos tiempos, la falta de un
control riguroso para el ingreso a las Indias haya motivado a algunos a buscar
fortuna por medio del engaño.
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Portada del manuscrito inédito La Valtellina Vindicata,
en la que don Lorenzo utiliza los apellidos Botterini y Ardes
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II. Aprendió lenguas indias durante su estancia en la Nueva España
Algunos autores consideran evidente que Boturini aprendió “lenguas indias”
durante su residencia en la Nueva España, acaso porque el viajero refirió que,
habiendo concluido sus estudios en Italia, salió de ella “deseoso de aprender
lenguas” (Torre, 1936, p. 7). Pero, además, sabemos que don José Fernando
Triviño, secretario de Nueva España del Consejo de Indias, después de haber
tratado a don Lorenzo en la corte, le manifestó al conde de Montijo, presidente
del Consejo, que el valtellinense era sujeto de calidad conocida y de buenas
costumbres, dedicado “a la aplicación de sus estudios, y al inmenso trabajo de la
inteligencia de las lenguas indias” (Torre, 1936, p. 12). Como podemos apreciar,
fue el mismo valtellinense quien difundió esta conseja.
Ahora bien, es cierto que el señor de la Torre y de Hono tuvo en sus manos y
estudió muchos documentos de los nativos, por lo cual el jesuita Francisco Javier
Clavijero le atribuyó haber dicho que “en urbanidad, elegancia y sublimidad de
las expresiones no hay ninguna lengua que pudiera compararse con la mexicana”
(Clavijero, 1982, p. 547). Hasta ahora se desconoce la procedencia de la cita, pues
en ninguna parte de la Idea se encuentra tal afirmación; aunque, efectivamente, el
señor Boturini, al hablar de la lengua de Tenochtitlan, manifestó:
Es por cierto dicha lengua de exquisito primor y excede a la latina
en la propiedad de las voces, teniendo unos altos conceptos y
frecuentísimas metáforas que la realzan; y la poesía de ella se halla
en los Cantares, que son difíciles de explicar, porque envuelven
todo lo histórico con continuadas alegorías (Boturni, 1974, p. 5).
Pues bien, por esa valoración que Lorenzo Francesco Antonio hizo de la lengua
de Moctezuma, podemos colegir que algo debió saber de ella, pero esto no nos
autoriza a afirmar que supiera “lenguas indias” -en plural-, según testimonio
también consignado por la Academia Mexicana de la Historia en aquella
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insubstancial placa de que hemos hablado (García, 1937, p. 189). Analicemos el
origen y desarrollo de este mito.
El arzobispo de México Francisco Antonio de Lorenzana y Butrón, años
más tarde cardenal y arzobispo de Toledo, primer personaje que revisó a placer
el Museo histórico indiano y quién tal vez conoció algunos testimonios del proceso
en contra de Boturini, aseguró que el coleccionista había trabajado con mucho
desvelo “para internarse en el estudio de los idiomas de los indios” (Lorenzana,
1981, p. A2). Por su parte, el historiador jesuita Francisco Javier Clavijero
consideró que el coleccionista sondriense “aprendió medianamente la lengua
mexicana” (Clavijero, 1982, p. XXXII), ya que:
no era hombre vulgar sino erudito y crítico; sabía muy bien, por lo
menos el latín, el italiano, el francés y el español, y del mexicano
supo cuánto bastaba para hacer un juicio comparativo (Clavijero,
1982, p. 547).
Mas la prudencia de un verdadero conocedor de la lengua de Moctezuma, como
lo fue Clavijero, no contuvo los ánimos de José Mariano Beristaín y Souza, autor
de la Biblioteca Hispano-Americana Septentrional, quien afirmó categórico que
Boturini “en ocho años de residencia en este reino aprendió la lengua mexicana”
(Beristaín, s/a, p. 53). Años más tarde, William Prescott, historiador
estadounidense famoso por su History of the Conquest of Mexico, buscó una
explicación de cómo el italiano había adquirido tales conocimientos del náhuatl
y, acaso como resultado agudas reflexiones, concluyó que el trato que don
Lorenzo tuvo con aquellos indios “le ofreció amplias oportunidades de aprender
no sólo su idioma, sino también “sus tradiciones populares” (Prescott, 1970, p.
76). Así las cosas, el misionero y arqueólogo francés Charles Etiènne Brasseur de
Bourbourg aseguró que Boturini “se mit promptement en rapport avec les mexicains
indigènes et apris avec eux la langue nahuatl” (Brasseur, 1871, p. 26); más tarde el
investigador y bibliógrafo chileno José Toribio Medina, en su Biblioteca
Hispanoamericana, manifestó que don Lorenzo “aprendió la lengua mexicana y
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que trató con los indios y con los españoles eruditos” (Medina, 1902, p. 385);
mientras que el historiador Ramón Mena Issasi, en un artículo para los Anales del
Museo Nacional de México, escribió que el viajero valtellinense se había entregado
a la tarea de recoger documentos indios, y que “para ese fin aprendió el idioma
de los indígenas y ganóse su confianza, con lo que obtuvo códices religiosos y
profanos y la descifración correspondiente” (Mena, 1923, p. 35).
En el mismo tenor podríamos seguir enumerando autores hasta llegar al
Diccionario Porrúa de Historia, Biografía y Geografía de México, obra en la que se
afirma que el caballero Boturini “se dedicó a aprender la lengua náhuatl” y que
“la supo con mucha suficiencia” (Porrúa, 1994, pp. 475-476).
Como hemos visto, aunque Lorenzana únicamente refirió que el viajero
lombardo estudiaba los idiomas de los indios, fue Beristaín y Sousa el primero en
decir categórico que Boturini había aprendido el náhuatl, rumor que se difundió
con Prescott a partir de 1843, pues la fama y prestigio de ese historiador llevó a
otros estudiosos a repetir la misma conseja. Sea de ello como fuere, lo singular es
que el arqueólogo italiano Guido Valeriano Callegari llegó al extremo de afirmar
que Boturini había adquirido “un completo conocimiento científico de los
problemas gramaticales y lexicográficos de la lengua náhuatl” (Callegari, 1949,
p. LI). Así, Callegari aceptó como “muy fundadamente” que Lorenzo Antonio no
sólo “leía con facilidad las fuentes”, sino que “constantemente aportaba
ingeniosas traducciones, muchas de las cuales se deben a su propio juicio y no
figuran en el Diccionario de Alonso de Molina” (Callegari, 1949, p. LI). En la
misma línea, Lauro López Beltrán, clérigo afamado por sus estudios en torno a la
Virgen de Guadalupe y uno de los promotores de la canonización de Juan Diego,
creyó que el caballero lombardo “estudió el náhuatl asiduamente para poder leer
los documentos [de las apariciones] en el idioma original, si tuviera la dicha de
encontrarlos; pero no logró localizarlos" (López, 1989, p. 1). Y ya en el colmo de
estas suposiciones, Ana María Sada Lambreton, religiosa de la Congregación de
Hijas de María Inmaculada de Guadalupe y promotora de la causa de
canonización de Antonio Plancarte y Labastida, no sólo apuntaló que el señor
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Boturini había aprendido el náhuatl, sino que, además, “tradujo al español el
Nican Mopohua, relación en la lengua náhuatl de don Antonio Valeriano” (Sada,
1994, p. 44).
Así, con tales antecedentes, no es de extrañar que en los últimos tiempos
algunos estudiosos hayan insistido en que Boturini debió saber aquella lengua
india. Por ejemplo, Rodrigo Martínez Baracs, investigador del Instituto Nacional
de Antropología e Historia, escribió:
Ahora podemos confirmar que, a lo largo de su ‘peregrinar’ por los
pueblos de indios y de estudiar con detenimiento los documentos
que pudo conseguir, Boturini aprendió a hablar y entender algo del
náhuatl del siglo XVIII y a leer el náhuatl escrito del siglo XVI
(Martínez, 2010, p. 144).
Para Martínez Baracs, la evidencia de las habilidades lingüísticas del señor de la
Torre y de Hono está en la “admirable descripción” que hizo del mapa de Cholula,
en la cual se muestra “la traducción aproximada de parte de uno de los textos
nahuas del abigarrado Mapa de Cholula que registró en su Idea” (Martínez, 2010,
p. 144).
En el mismo tenor se ha pronunciado el investigador y profesor de la
lengua náhuatl Patrick Johansson, al considerar probable que el caballero
Boturini:
llegó a dominar [la lengua náhuatl] si consideramos la pertinencia
de sus comentarios de carácter lingüísticos presentes en sus obras y
el hecho de que, en sus tribulaciones indagatorias se dirigía
frecuentemente a sus interlocutores indígenas en su propia lengua,
aun cuando un intérprete estuviera presente (Johansson, 2010, p.
33).
Concluye Johansson que los proyectos de investigación del valtellinense sobre el
náhuatl y su literatura “sugieren que tenía un sólido conocimiento de la lengua
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de los aztecas” (Johansson, 2010, p. 33), pues, además, el italiano había
manifestado su intención de hacer un vocabulario de dioses para aclarar la
mitología indiana, juntar raíces de la lengua náhuatl y meditar sobre sus
progresos hasta que se derramó en varias y exquisitas poesías (Boturini, 1990,
p. 14).
No obstante, todas estas opiniones que le atribuyen al llamado señor de la
Torre y de Hono un sólido conocimiento de la lengua náhuatl, se enfrentan, sin
embargo, al testimonio del presbítero Cayetano Cabrera Quintero,
contemporáneo y acérrimo crítico de Francesco Lorenzo Antonio en la Nueva
España, quien advirtió:
debo reclamar cuán poco segura irá la fantasía de quien no
habiendo nacido en Indias, ni en España, destituido del idioma y
voz viva de los indios, y despreciando como perezosos los autores
que las tuvieron, presume de extraidor de mapas, desenterrador de
noticias (que había sepultado en manuscritos la imposibilidad de
imprimirlos), levanta testimonios auténticos, rastrea archivos,
aunque no públicos, saca de sus casas, o de las del obispo de
Chiapa, delitos de conquistadores; impertinente todo al fin porque
quiere darse a conocer de ilustrador, o historiador de Nuestra
Señora de Guadalupe (Cabrera, 1982, p. 14).
Un último y demoledor comentario al respecto de la competencia de Boturini en
la lengua mexicana es el que hizo Francisco Javier Clavijero, quien, según
referimos, le atribuyó inicialmente a Boturini un conocimiento medio del
náhuatl; pero, al valorar la etimología que el valtellinense hizo de la palabra
Huitzilopochtli, el ignaciano se admiró y, con cierta ironía, señaló que el caballero
Boturini se había equivocado “por no saber bien la lengua mexicana” (Clavijero,
1982, p. 18).
Como quiera que sea, el que el señor Boturini haya sabido medianamente
o con mucha suficiencia el náhuatl, no es evidencia de que, por su deseo de
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conocer idiomas, haya aprendido otras “lenguas indias” y que, de paso, como
quería Prescott, se adentrara en las tradiciones populares de los nativos. Acaso la
opinión más sensata sea la del historiador Rafael García Granados, quien al
respecto escribió:
Tal vez haya sido así, con tanta más probabilidad cuanto que, para
estudiar sus documentos, le era indispensable tener, por lo menos,
un conocimiento superficial de estas lenguas que, sin duda,
completaría sirviéndose de intérpretes indígenas, que todavía en el
siglo XVIII se conocían por el nombre mejicano de “nahuatlatos”.
Pero, esta conjetura no autoriza ninguna afirmación categórica”
(García, 1937, pp. 189-190).
De nueva cuenta, observamos que lo que Boturini difundió de su interés por
conocer lenguas fue repetido por sus apologistas hasta hacer de él no sólo un
hablante perfecto del náhuatl, sino también un conocedor de los problemas
gramaticales y lexicográficos de aquella lengua (Callegari, 1949, p. LI).
III. Su colección estuvo integrada por más de 330 códices indios, fue la más
copiosa y selecta de la Nueva España, y el compilador sufrió indecibles
penurias para conseguirla
Ciertos panegiristas han encomiado el trabajo del caballero Boturini como
coleccionista e insisten en que su Museo histórico indiano fue la más importante y
valiosa colección de manuscritos indios de que se tenga memoria. Por ejemplo,
el padre Clavijero manifestó que dicho Museo, integrado “de pinturas y de
manuscritos antiguos”, había sido, después de la famosa colección de Sigüenza,
“el más copioso y selecto que jamás se ha visto en aquel reino” (Clavijero, 1982,
p. XXXII). Tiempo después, el famoso viajero alemán Alejandro Humboldt la
definió como “la colección más bella y rica de todas” (Humboldt, 1991, p. 124) y
declaró, que de entre los escasos restos de antigüedades mexicanas que quedaban
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en la ciudad de México, se contaban los de la colección Boturini, integrada por
“los manuscritos o sean los cuadros jeroglíficos aztecas pintados sobre papel de
maguey, sobre pieles de ciervo y telas de algodón” (Humboldt, 1991, p. 191). Tal
vez haya sido esta afirmación de Humboldt lo que hizo pensar a las siguientes
generaciones que el ramillete de documentos del valtellinense era íntegra una
colección de códices indios, por lo cual algunos hasta llegaron a decir que incluía
más de 330 cuadros jeroglíficos, y maldijeron y condenaron al gobierno virreinal
por despojar injustamente al coleccionista de sus preciosos manuscritos (García,
1937, pp. 187-206). Pero la verdad es que no fueron 330 códices, ya que los
inventarios del afamado Museo dan cuenta de que sí incluía algunos códices,
aunque también contenía algunos legajos de documentos personales,
manuscritos post-cortesianos, muchos impresos, dibujos y copias que el italiano
mandó hacer de aquellos documentos que no pudo adquirir (López, 1925, p. 1-
155).
Dejando al margen la cantidad de códices que pudo contener el archivo
Boturini, conviene preguntarse por aquellas dificultades enfrentadas por el
coleccionista para reunir su afamado Museo histórico indiano. Pero antes de ir al
testimonio del viajero lombardo, veamos lo que dicen sus apologistas.
El arzobispo de México Francisco Antonio de Lorenzana y Butrón explicó
que el individuo “se metía en las casas de los indios, o jacales, y allí dormía con
incomodidad únicamente por adquirir monumentos dignos de la antigüedad”
(Lorenzana, 1981, p. A2-v); Clavijero, prudente, sólo refiere que el coleccionista
“se amistó con los indios para conseguir de ellos pinturas antiguas” (Clavijero,
1982, p. XXXII); Mariano Fernández de Echeverría y Veytia, quien trató a Boturini
y lo hospedó en su casa de Madrid durante el destierro, refirió que el
valtellinense:
emprendió jornadas de veinte, treinta y más leguas por caminos
extraviados, sólo por tratar con un sujeto que creía podía darle
alguna noticia, o por la esperanza de hallar un mapa o un
manuscrito, con tales incomodidades por lo áspero de los caminos,
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por los temperamentos, especialmente cálidos y abundantes de
mosquitos y otros insectos molestos, y por la inopia de bastimentos,
que aseguró que en una ocasión se mantuvo ocho días enteros con
chirimoyas, en otras con tortillas de maíz duras, y en otras con sólo
maíz tostado; albergándose en las infelices chozas y tugurias de los
indios, y no pocas veces con temor y peligro de la vida, porque
desconfiados ellos de su intención sospechaban que ésta fuese de
robarles o hacerles otros perjuicios (Fernández, 1925, p. 242).
Por su parte, el historiador Prescott, como siempre exagerado, afirmó que el
italiano “penetró hasta los lugares más remotos del país, viviendo mucho tiempo
con los nativos, pasando las noches algunas veces en sus chozas, y otras en
profundas cavernas, o en la oscuridad de las solitarias selvas” (Prescott, 1970, p.
76); en tanto, Ramón Mena garantizó que “la noticia de la existencia de un mapa,
de un manuscrito, de un libro antiguo, hacían a don Lorenzo recorrer a pie largos
e incómodos caminos, comer frugalmente, si comía, y dormir al raso” (Mena,
1923, pp. 35-36).
¿Pero de dónde salen tan excedidas afirmaciones? ¿Cuál es su fundamento?
Para responder a tales preguntas, veamos lo que Boturini manifestó acerca del
origen de su colección y de los trabajos que tuvo para conseguirla. El señor de la
Torre y de Hono manifestó al juez de la causa que
luego que vino a esta América meditó dedicar su pluma y trabajos
en gloria y culto de nuestra señora patrona de Guadalupe, habiendo
recorrido muchas provincias de los indios para indagar las pruebas
contemporáneas al portentoso milagro de sus apariciones...
durmiendo en pueblos yermos de dichos naturales por el suelo de
sus casitas y chozas, y tal vez prevenido de la noche en los mismos
caminos con tan pesados trabajos que, humanamente no se podían
ponderar (Boturini, 1974, p. 5).
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Ahora entendemos que fue el mismo Lorenzo Francesco Antonio quien
estableció con su declaración una línea explicativa de quejumbroso estilo y
comprendemos que quienes leyeron su causa siguieron por el mismo camino.
Ciertos testimonios, como el de Lorenzana, fueron prudentes y se ajustaron al
testimonio del autor, y otros, como el de Prescott y Mena, llevaron los hechos a
los límites de la exageración. Por supuesto, no podemos descartar la posibilidad
de que algunos de sus biógrafos no hayan conocido la causa de Boturini y que,
en consecuencia, sólo repitieran, muy a su estilo, las afirmaciones hechas por
aquellos autores que les parecieron más dignos de fe.
Punto importante en el tema que tratamos es la valoración que han hecho
los historiógrafos al respecto del Museo histórico indiano. En realidad, escasamente
se ha emitido alguna opinión, y la mayoría, como ya hemos dicho, sólo se ha
ocupado en maldecir y recriminar al gobierno virreinal por haber incautado esos
documentos y por haberlos tenido en condiciones inadecuadas que habrían
ocasionado su pérdida y deterioro.
Don Lorenzo, en su momento, refirió que su colección se podía tener
“como otro de los más ricos tesoros de las Indias” (Boturini, 1974, p. 5), y que era
la única hacienda que tenía, “y tan preciosa, que no la trocara por oro y plata, por
diamantes y perlas” (Boturini, 1974, p. 114).
Pues bien, el arzobispo Lorenzana y Butrón, quien, como ya dijimos, fue
el primero en revisar, utilizar y llevarse a su casa algunas cosas del Museo histórico
indiano, sólo dijo, en elogio del coleccionista valtellinense, que “por sus papeles
he aprendido mucho, que no había encontrado en otros autores” (Lorenzana,
1981, p. A2). En su momento el viajero Alejandro Humboldt lo tuvo como “la
colección más bella y rica de todas” y no dejó de indignarse por el abandono en
que la tenía el gobierno virreinal y porque la habían robado y destrozado
“personas que desconocían la importancia de tales objetos” (Humboldt, 1878, pp.
263-264). Es muy interesante observar que este explorador alemán, a la vez que
reconoce la importancia de la colección, y aunque se lamenta de su mala
conservación y del saqueo padecido, también aprovechó su estancia en México
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para llevarse a Alemania al menos 16 pinturas ideográficas con las cuales ilustró
su obra Vues des cordilleres et monuments des peuples indigènes d’Amerique (Iguíñiz,
1953, p. 219). Cierto es que el erudito barón elogió las antigüedades de los indios,
pero parece que se sintió horrorizado por algunas de sus prácticas, pues llegó a
decir que las figuras de los códices “atestiguan la imaginación extraviada de un
pueblo que se complacía en ver ofrecer el corazón palpitante de las víctimas
humanas a ídolos gigantescos y monstruosos” (Humboldt, 1991, p. 124).
En la misma línea de los autores, el desmedido William Prescott, sin hacer
valoración alguna del Museo histórico indiano, se mostró indignado porque “la
misma colección se guardó en cuartos del palacio virreinal de Méjico, tan
húmedos, que gradualmente se redujeron a pedazos, y los pocos restos fueron
más adelante disminuidos por el pillaje de los curiosos” (Prescott, 1970, p. 77).
Años más adelante, el general Vicente Riva Palacio, autor de la “Historia del
virreinato” en el México a través de los siglos, sintetizó lo que había pasado con el
Museo Histórico de la siguiente manera:
La persecución desatada contra él [Boturini] fue causa de que
se perdiesen multitud de documentos y de objetos curiosos e
importantes para los estudios históricos de México, de los
cuales unos desaparecieron sin poderse averiguar quién los
había tomado, otros perecieron en el lugar en el que estuvieron
depositados, y muy pocos quedaron para el Museo Nacional de
México (Riva, 1956, pp. 788-789).
Como podemos apreciar, más que valorar o hablar de la importancia del Museo
histórico indiano, los estudiosos sólo han repetido lo que primero dijo Boturini y
lo que después refirieron Clavijero y Humboldt, agregando de su cosecha alguna
circunstancia escandalosa para culpar al gobierno virreinal por su deterioro. Así,
con tono desquiciado, el escritor estadounidense Justin Windsor llegó a afirmar
que el archivo Boturini: “remained in the possession of the governments, and became
the spoil of the damp, revolutionist, and curiosity seekers” (Windsor, 1889, p. 159). En
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el mismo sentido, el bibliotecólogo y miembro fundador de la Academia
Mexicana de la Historia Juan Bautista Iguiniz declaró que la colección se había
depositado en la Secretaría del Virreinato, “donde permaneció por largos años a
merced de la humedad, las ratas y los curiosos” (Iguiniz, 1953, p. 219). Es
llamativo observar, que mientras algunos se dolían de la disgregación de los
documentos, el historiador francés George Baudot se mostró complacido por ello,
al manifestar que “afortunadamente el siglo XIX los dispersó en manos de
eminentes americanistas como Aubin, Humboldt o Kingsborough” (Baudot,
1969, p. 224).
En su oportunidad, Úrsula Thiemer Sachse, académica de la Universidad
de Berlín, opinó que Boturini "creó con su ‘museo’ la colección más grande y
substancial que jamás existió después de que los conquistadores destruyeron los
archivos autóctonos de los antiguos mexicanos" (Thiemer-Sachse, 2003, p. 7); y,
en el mismo tono de los panegiristas, concluyó que “el destino de esta colección
no fue del todo feliz; pues fue destruida más tarde a consecuencia de los recelos
por parte de la administración colonial" (Thiemer-Sachse, 2003, p. 8).
Pero ¿es verdad que la colección Boturini estuvo en tan lamentables
condiciones que sus manuscritos “fueron alimento de las ratas”? (Mercado, 1980,
p. 12). Por lo menos las fuentes contemporáneas al italiano dicen lo contrario,
pues tal afirmación es uno más de los muchos embustes difundidos en torno al
Museo histórico indiano. Lo único que sabemos con certeza es que, en 1744, a
petición de don Lorenzo, quien para entonces ya se encontraba en Madrid, el
Consejo de Indias envió una instrucción al virrey conde de Fuenclara para que
los documentos “se guardasen en lugar donde no pudiesen estropearse”, por lo
cual, a partir de entonces, los documentos se pusieron en la primera planta del
palacio virreinal, en un armario seguro y libre de humedad (Sarrablo, 1966, p.
93). Esta noticia se la dio el mismo don Lorenzo al tesorero del santuario de
Guadalupe, en diciembre de 1745.6
6 Carta de Boturini a Joseph de Lizardi y Valle, 7 de diciembre de 1745, AHBG, Boturini Historia
Guadalupana 1576-1847, caja 334, exp. 79, f. 44v.
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Tengo la impresión de que buena parte de los autores mencionados no se
dio cuenta de la diversidad de documentos que integraban el archivo Boturini,
según se desprende de los inventarios hechos durante el proceso, y que,
influenciados por el testimonio de Humboldt, lo creyeron mayormente
constituido por muchos códices indios, por lo que sólo acertaron a repetir, con
variantes, que había sido “el más copioso y selecto de este reino”, según
testimonio del padre Clavijero (Clavijero, 1982, p. 547). Pero ¿cuál es la verdadera
importancia del archivo Boturini y cuál la valía de sus fuentes? Hasta ahora, el
único que ha emitido un juicio sobre el Museo histórico indiano ha sido el
historiador y economista Julio le Riverend Brousone, quien escribió: “se ha
sobreestimado la colección Boturini”, quizá porque él mismo había creado una
aureola en torno a ella”, y porque al publicar el resultado de sus trabajos “se
exageró el valor de esas fuentes primarias” (Le Riverend, 1946, s/p). No obstante,
es conveniente destacar que, en nuestros días, según opinión del historiador Iván
Escamilla, la cual yo comparto, “el valor de esa colección no reside en lo que se
dijo en otros tiempos, sino en la lectura crítica que podemos hacer de esas fuentes
desde la perspectiva científica actual”.
IV. Boturini fue autor de gran literatura, profunda erudición y alto talento;
escritor original sacrificado por la ciencia, humanista de extraordinaria
formación clásica y el primer investigador científico del hecho guadalupano
Hemos revisado, hasta ahora, lo que se ha dicho del nombre y linaje de Lorenzo
Boturini Benaduci, ya referimos lo que algunos conjeturan de su conocimiento de
la lengua náhuatl y conocimos las opiniones que ha merecido el Museo histórico
indiano. Por ello, considero conveniente evaluar, en seguida, lo que los
historiógrafos han manifestado de Boturini, el hombre, y más específicamente de
sus habilidades intelectuales. En realidad, tenemos pocos juicios al respecto,
algunos halagüeños y otros poco favorables, pero me parecen muy significativos
para comprender la génesis y progreso de lo que yo llamo la Leyenda Boturini.
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El primero en manifestarse en torno a la figura de Francesco Lorenzo
Antonio fue don Mariano Fernández de Echeverría y Veytia, amigo y discípulo
de Boturini. Este historiador poblano, quien en Madrid trató mucho tiempo al
coleccionista, sólo dijo que el caballero sondriense había sido un “hombre de
profunda erudición y alto talento” (Fernández, 1925, p. 240). Por su parte, el
historiador jesuita Francisco Javier Clavijero expresó que el coleccionista había
sido un “curioso y erudito caballero” (Clavijero, 1982, p. XXIII); en tanto que el
historiador y arqueólogo Juan Enrique Palacios se mostró benevolente con el
viajero italiano, al considerar que en su obra se advierte:
sello de originalidad en diversos puntos, notándose que el caballero
discurría por cuenta propia, apartándose con frecuencia de las
autoridades admitidas y ateniéndose, como es natural el suponerlo,
a los datos que le suministraron los códices indígenas, fuente
legítima e insustituible en la investigación sobre los aborígenes
(Palacios, 1929, p. 124).
En otro momento, el prestigiado historiador argentino José Torre Revello
identificó a don Lorenzo como un “benemérito coleccionista de primitivos
códices” (Torre, 1936, p. 5); mientras que Guido Valeriano Callegari se admiró de
la preparación y conocimiento que tenía el caballero Boturini, por lo que llegó a
decir, que:
La erudición clásica de Boturini puede calificarse de
extraordinaria, y nos da de nuestro autor una completa imagen de
hombre humanista y de sólida formación clásica, que no citaba por
referencias, sino por directo conocimiento (Callegari, 1949, p. XLVI-
XLVII).
Tal es la consideración que Callegari le tiene al viajero valtellinense que lo eleva
a la categoría de científico, al concluir de manera solemne, que: “Si alguna vida
de hombre fue sacrificada por la ciencia, fue entregada a su cultivo y puede
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decirse que se consumió en ella, ésta es la del caballero lombardo Lorenzo
Boturini Benaduci” (Callegari, 1949, pp. XLVI-XLVII). Es muy probable que este
juicio de Callegari haya convencido al padre Lauro López Beltrán de que el
italiano había sido “más que el primer investigador científico del hecho
guadalupano a quien nadie ha superado”, por lo que el presbítero consideró al
llamado caballero del Sacro Imperio: “fundador de la ciencia histórica mexicana”
(López, 1989, p. 1). Por su parte, Miguel León Portilla insistió en que don Lorenzo
era “hombre de suaves costumbres, modesto y humilde, capaz e instruido”
(León, 1974, p. XI).
A pesar de todas estas lisonjas, William Prescott escribió las siguientes
líneas que pueden ser la primera opinión crítica a la capacidad intelectual del
personaje:
Él era un hombre activo, sumamente inclinado a lo maravilloso, con
poca de la agudeza necesaria para penetrar en los intrincados
laberintos de las antigüedades, o del espíritu filosófico
indispensable para pensar con calma sus dudas y dificultades”
(Prescott, 1970, p. 77).
En el mismo tenor, el historiador y filólogo José Joaquín García Icazbalceta,
miembro fundador de la Academia Mexicana de la Lengua, valorando la riqueza
documental que rescató el caballero sondriense, expresó su opinión de que el
nombre de Boturini debía “ser pronunciado con respecto por todo aquel que
tenga [en] algo la historia de nuestro país” (García, 1853, p. 134). Muy a pesar de
ese lisonjero inicial elogio, el famoso historiógrafo, convencido de que “es raro
que el más diligente colector de documentos sea también el más capaz de
aprovecharlos”, declaró que, a Boturini, como escritor, “pocos adelantos le
hubiéramos debido, ni aun cuando hubiese tenido tiempo de acabar la grande
historia que meditaba”, pues “la fantástica Idea que dio a la prensa basta para
juzgarle” (García, 1853, p. 134). De esta manera, el señor Icazbalceta se congratuló
de que, al menos en parte, la colección Boturini haya caído “en manos hábiles”;
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es decir, en las de don Mariano Fernández de Echeverría y Veytia, “quien con tal
auxilio formó la primera Historia Antigua de México, digna de tal título” (García,
1853, p. 134).
En forma similar, Julio Le Riverend Brusone, aunque le reconoció al
sondriense “la gloria de haber descubierto el tema de la historia de México”,
expresó que “su labor como escritor es incomparablemente inferior a sus
empeños de coleccionista” (Le Riverend, 1946, s/p).
A manera de descargo, vale la pena recordar el dicho de Boturini, de que
había escrito su Idea, de memoria, porque había perdido sus documentos
(Boturini, 1974, p. 30); pero esta aseveración le pareció al historiador y bibliófilo
José Iturriaga de la Fuente “poco verosímil” (Iturriaga, 1990, p. 99), y consideró
que el valtellinense fue mucho más destacado como cronista, que como
historiador (Iturriaga, 1990, p. 102).
Por su parte, el jesuita Constantino Bayle, aunque conjeturó que el italiano
debió estudiar humanidades y leyes en Milán, opinó que sus escritos latinos no
están exentos de errores y que son poco entendibles “por la bronca y enzarzalada
erudición leguleya con que salpica sus páginas" (Bayle, 1923, p. 186).
Bertha Flores Salinas, una de las más incisivas críticas de Boturini, ha
sugerido con peculiar agudeza que el llamado señor de la Torre y de Hono, por
medio de “labia, artimañas y dinero, logró formar la más rica colección de
antiguallas mexicanas, quizá con el propósito ulterior de su venta en Europa”
(Flores, 1966, p. 157). En consecuencia, la fascinación material de Boturini por las
antigüedades mesoamericanas puede explicar también la insistencia del
valtellinense en coronar a la Virgen de Guadalupe, pues es sabido que “detrás de
esa clase de celebraciones religiosas: coronaciones, exaltaciones, etc., siempre hay
un fondo económico que el clero secular o el monástico usufructúa hábilmente”
(Flores, 1966, p. 157). En síntesis, que los desvelos de Boturini por coronar a la
Virgen de Guadalupe se explicarían mejor no por devoción “sino porque le
movía el interés” (Flores, 1966, p. 157). Más aún, resulta notable la suspicacia de
Berta Flores Salinas al sugerir que el italiano “con labia, artimañas y dinero” pudo
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formar su Museo histórico indiano y que se enfrascó en la historia y la coronación
de la Virgen de Guadalupe “por un mezquino interés monetario” (Flores, 1966,
p. 157).
Finalmente, a Iván Escamilla, historiador del Instituto de Investigaciones
Históricas de la UNAM, también le intrigó la insistencia del llamado señor de la
Torre y de Hono “en mostrarse como una especie de cruzado solitario echado a la
incomodidad y peligros en los caminos, sin importar costo ni sacrificios, y
sostenido únicamente por su tenacidad y su fe en la virgen” (Escamilla, 2006, p.
7). Y lo que ha descubierto este investigador, es que el señor Boturini, con gran
habilidad, supo tejer una red de benefactores que le facilitaron un “próvido y
proporcionado” apoyo para sus investigaciones (Escamilla, 2008, pp. 129-149).
Esta revelación, por supuesto, no hace de Boturini un ignorante o un falso
erudito, pero sí nos da indicios de los vínculos que con destreza pudo establecer
con las élites políticas e intelectuales de la Nueva España.
Como hemos visto, son muchos los estudiosos que han seguido esa línea
laudatoria de la figura de Lorenzo Boturini y, por tanto, lo han considerado un
humanista de gran talento, escritor original con extraordinaria formación clásica,
y hasta hombre generoso que sacrificó su vida por la ciencia. Cierto es que, como
se ha observado recientemente, “para los intelectuales liberales y conservadores
del siglo XIX Boturini fue, más que un historiador, un mártir de la nacionalidad y
una víctima más de la dominación colonial española” (Escamilla, 2006, p. 7). Pero
de entre esos desmesurados elogios se asoman algunos destellos de una crítica
severa que lo considera un hombre fantasioso, con poca agudeza para entender
las dificultades de la historia indiana y, en fin, un escritor mediocre,
imposibilitado para aprovechar como historiador la riqueza documental que
tuvo en sus manos.
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V. Su obra fue original, con noticias novedosas hasta entonces y dio nuevas
orientaciones a la historia prehispánica
Habiendo analizado lo que la historiografía ha dicho de Lorenzo Boturini, el
hombre, ahora toca turno a las opiniones que ha merecido su Idea de una Nueva
Historia General de la América Septentrional, obra que, dedicada al monarca Felipe
V, parece ser un prospecto en busca de patrocinio, pues la intención del italiano,
al publicarla, “fue mostrar cuál era el caudal de documentos que había allegado
y sobre los cuales se proponía trabajar para elaborar al fin la obra más amplia que
debía ser su Historia de la América Septentrional” (León, 1974, p. XI). Pero antes de
ir nuestro asunto, hay que reconocer, en justicia, que Álvaro Matute le dedicó un
capítulo de su obra a los “juicios sobre Boturini”, y que en él sintetizó las
apreciaciones de aquellos autores que le parecieron significativos, centrando su
atención en los vínculos del trabajo de don Lorenzo con los del filósofo
napolitano Juan Bautista Vico (Matute, 1976, pp. 23-39). En este apartado, sin
embargo, revisaré sólo algunas de esas opiniones, y tomaré en cuenta las de otros
autores no considerados por Matute, en un intento por mostrar cómo esas
apreciaciones han contribuido a la génesis de la leyenda Boturini.
Resultado de los desvelos del valtellinense en la Nueva España, se publicó
en Madrid, en 1746, la Idea de una nueva historia general de la América Septentrional,
y su trabajo póstumo, la Historia general de la América Septentrional, quedó en
manuscrito a la muerte de Boturini, hasta que finalmente fue publicada en
Madrid en 1940. Ello explica que los historiógrafos del siglo XIX y primera mitad
del siglo XX únicamente se hayan referido a la primera obra y que muy
tardíamente tengamos algunos comentarios de la Historia general. Pues bien,
llama la atención que muy pocos autores hayan dado una opinión acerca de estos
trabajos y que la mayoría los consideren obras de poca monta. El jesuita Francisco
Javier Clavijero, por ejemplo, dijo que la Idea de Boturni era “un ensayo de la
grande obra que meditaba”, y que en él “se encuentran noticias importantes no
publicadas hasta entonces, pero también algunos errores” (Clavijero, 1982, p.
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XXXII). Para el ignaciano, famoso por su Historia Antigua de México, “el sistema de
historia que se había formado [Boturini] era demasiado magnífico, y por lo
mismo algún tanto fantástico” (Clavijero, 1982, p. XXXII).
Por su parte, don Mariano Fernández de Echeverría y Veytia, amigo y
discípulo de Boturini, estimó que la Idea era ejemplo “de la gran literatura,
profunda erudición y alto talento”. (Fernández, 1925, p. 240). Sin embargo, para
William Prescott, la publicación del valtellinense, “con abundante erudición mal
escogida y mal ordenada, es una mezcla de ficciones pueriles, detalles
interesantes, falsas ilusiones y quiméricas teorías” (Prescott, 1970, p. 77). Pese a
ello, el escritor quiso endulzar su acerba sentencia, diciendo que:
no es justo juzgar por las estrictas reglas de la crítica una obra
formada apresuradamente como un catálogo de tesoros literarios,
[porque] fue destinada por el autor a enseñar lo que podía hacerse,
más bien que lo que él había hecho (Prescott, 1970, p. 76).
Como podemos observar, para el historiador salemiano de Massachusetts, el
caballero Boturini, “por su entusiasmo y perseverancia era demasiado a
propósito para escoger los materiales que pudieran ilustrar las antigüedades del
país”, pero, en su opinión, se requería “de un entendimiento superior para
aprovecharse de ellos” (Prescott, 1970, p. 76). De tal suerte que, “más que el
mérito de la obra”, lo que asocia inseparablemente el nombre de Lorenzo Boturini
Benaduci a la historia literaria de México, fueron “las singulares persecuciones
que sufrió” (Prescott, 1970, p. 76).
Pocos años después del testimonio de Prescott, Joaquín García Icazbalceta
se expresó en términos similares, al referir que la Idea escrita por Boturini estaba
redactada “en estilo fantástico y pomposo, y sobre ser de poco provecho da mala
idea del partido que [el valtellinense] podía sacar de sus documentos” (García,
1853, p. 677).
Por su parte, el célebre historiógrafo José Fernando Ramírez, a principios
del siglo XX, ventiló el punto de vista de que la obra de Boturini no es una
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historia, y que más bien puede considerarse como un catálogo razonado y
depósito de noticias sueltas que abarca todas las antiguas tradiciones del país y
de cuya fidelidad responde el autor, aunque declarando haberlas escrito de
memoria (Ramírez, 1903, 167).
Es evidente que Ramírez, al leer la publicación del viajero milanés, opinó
que su autor, con una idea general y muy vaga de lo que quería, “no se había
ocupado de algún tema en particular”, por lo cual, “sus noticias se encuentran
diseminadas con poca coherencia y frecuentemente sólo en embrión” (Ramírez,
1903, p. 167).
En su momento, el historiador y economista Julio Le Riverend Brusone
expresó que el trabajo publicado por el caballero del Sacro Imperio es pobre y “de
pocos alcances”, por lo que advirtió del peligro que se corre “de llegar a la obra
de Boturini en demanda de una riqueza de información que no pudo tener ni
pretendió que la tuviera el propio autor” (Le Riverend, 1946, s/p). Para Le
Riverend,
hubo en este resultado no solo la influencia directa de su
condición de erudito -unida a la dificultad que se hallaba para
improvisar sus conocimientos de las lenguas indígenas- sino
también la de las circunstancias en que tuvo que trabajar. No
tuvo apoyo alguno, salvo el específico de los capellanes de
Guadalupe, para realizar sus estudios (Le Riverend, 1946, s/p).
Hemos dicho al inicio de este capítulo que el llamado señor de la Torre y de Hono
también hizo fama por escribir su Idea inspirado en los principios de la Scienza
Nuova del napolitano Juan Bautista Vico. Pues bien, a este respecto la historiadora
Berta Flores Salinas dice tener la impresión de que:
Boturini, para ‘estar a la moda’, adoptó para su Historia los
principios filosóficos y sociales de Vico, como en una actitud
parecida a la de aquellos historiadores contemporáneos que sin
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estar convencidos del materialismo histórico lo adoptan para
sus interpretaciones históricas (Flores, 1966, p. 155).
Así pues, para la autora de México visto a través de algunos de sus viajeros, lo que
escribió Boturini fue “para estar dentro de la corriente ideológica del momento”
(Flores, 1966, p. 155). Pero lo que para Flores Salinas fue un “trabajo de usanza”,
para José Rogelio Álvarez, historiador y editor de la Enciclopedia de México, es la
médula de la originalidad de la obra de Boturini, porque su Idea “está en el
sistema cíclico, según el cual la vida de los pueblos se desliza en una sucesión de
etapas, edades o periodos determinados”, de acuerdo con los postulados del
filósofo napolitano Juan Bautista Vico en sus Principios de una ciencia nueva
(Álvarez, s/a, p. 1055).
Una opinión muy peculiar sobre el trabajo de Boturini es la de Roberto
Moreno de los Arcos, ex director del Instituto de Investigaciones Históricas de la
UNAM y miembro de la Academia Mexicana de la Historia. Para Moreno de los
Arcos los trabajos que inició el italiano en la Nueva España “vinieron a despertar
o secundar inquietudes largo tiempo soterradas en un buen número de ilustrados
novohispanos”, por lo que a lo largo del siglo XVIII esas labores se convirtieron:
en una especie de dispositivo de reacción en cadena que llevaría a
los súbditos novohispanos a trabajar con nuevas orientaciones los
temas de la historia prehispánica, que resultó una de las piedras
angulares del edificio de la ideología revolucionaria de la
Independencia y el nuevo nacionalismo mexicano (Moreno, 1971,
p. 253).
Esta muy interesante opinión abrió las puertas para que el trabajo de Boturini
fuese visto con nuevos ojos y se llegara al convencimiento de su originalidad y
trascendencia, pues, según se ha visto en los últimos años, don Lorenzo
Francesco Antonio, “al romper con los moldes tradicionales de la hagiografía y
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la historia anticuaria barrocas, contribuyó a sentar las bases de una revolución
metodológica en la historiografía novohispana” (Escamilla, 2006, p. 13).
Así, en opinión del historiador y filósofo emérito de la UNAM, Miguel
León Portilla, la Idea de Boturini, por su enfoque, al haber hecho suyo el método
y la filosofía de la historia de Vico, “constituye una extraordinaria novedad y
enriquecimiento al referirse a las culturas indígenas de México” (León, 1974, p.
XLVII). Para el autor de La visión de los vencidos, aunque la Idea tuvo un carácter
provisional, pues era sólo “un anuncio o anticipo de lo que podría llevar a cabo
[Boturini] en circunstancias menos desfavorables”; y, no obstante algunas críticas
negativas, fue aprobada en lo general por los censores del reino e “incluso motivó
el nombramiento [para don Lorenzo] de cronista que precisamente había de
residir en las Indias” (León, 1974, p. XLVII). En conclusión, según León Portilla, la
Idea de Boturini tiene el mérito “de haber enmarcado por vez primera el acontecer
cultural americano en términos del pensamiento de quien, en los tiempos
modernos, es considerado como nuevo padre de la filosofía de la historia
universal” (León, 1974, p. LV).
En el mismo tenor se expresó Álvaro Matute, quien refirió que “la
singularidad de la obra de Boturini sobre la historia y cultura de México radica
en que, para emprenderla, se valió del sistema de uno de los grandes maestros
de la filosofía de la historia, Giambattista Vico” (Matute, 1976, p. 14).
No obstante esos rasgos de novedad y originalidad atribuidos a los
escritos de Boturini, Jorge Cañizares Esguerra ha demostrado que “no todo lo
que había en su propuesta era nuevo”, ya que el caballero lombardo presentó su
obra “como si fuera la primera en basarse por completo en la meticulosa
recopilación e interpretación de las fuentes indígenas, lo cual no era cierto”, pues
eso ya lo había intentado el padre Torquemada (Cañizares, 2007, p. 232). Más
aún, en opinión del historiador de la Universidad de Texas, “Boturini carecía de
originalidad metodológica, pues extrajo la mayor parte de sus ideas del erudito
napolitano Giambattista Vico” (Cañizares, 2007, p. 232). Cierto que no es
reprobable tomar ideas de otros autores, pero lo censurable es mal interpretarlas.
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Y he aquí que Cañizares ha puesto en evidencia que “Boturini usó a Vico para
darle a las fuentes mesoamericanas un estatus historiográfico similar al que
disfrutaba la Biblia” (Cañizares, 2007, p. 239). Efectivamente, “al reivindicar el
uso de palabras y mitos como pruebas históricas confiables, Boturini proyectó el
libro sagrado de los toltecas como el equivalente americano de la Biblia”
(Cañizares, 2007, p. 239), sólo que para Vico los jeroglíficos eran poco confiables,
pues “eran el producto de mentes primitivas poéticas dadas a la exageración y al
engaño”; mientras que el señor de la Torre y de Hono “tenía un alto concepto de la
escritura jeroglífica” (Cañizares, 2007, p. 239).
Hasta donde hemos visto, efectivamente los historiógrafos admiradores
de Lorenzo Boturini han tejido en torno a él, al paso de los años, una leyenda
aurea con los hilos proporcionados por el mismo viajero. Dicha fábula es de tal
dimensión que, a mi juicio, ha opacado la crítica acerva que sólo algunos han
hecho del personaje y de su obra.
Consideración final
A manera de conclusión, considero evidente la existencia de una leyenda en
torno a Lorenzo Boturini Benaduci, conseja alimentada por sus admiradores,
quienes se creyeron el discurso lastimero con el cual el valtellinense dio cuenta
de su vida, y por ello insistieron en atribuirle, entre otras cosas, una ascendencia
noble, el conocimiento de varias lenguas indias, el dominio del náhuatl, el haber
sido un sabio, autor de gran literatura y alto talento, y el primer investigador de
las apariciones del Tepeyac, quien habría integrado una colección de antiguallas
con más de trecientos códices indios. A pesar de tales aseveraciones, en este
trabajo se presentaron las pruebas de que el valtellinense, acaso en un intento por
ocultar un origen modesto, se inventó unos vínculos con la nobleza francesa, para
lo cual concibió un árbol genealógico y mudó también su nombre de pila, que lo
era Lorenzo Francesco Antonio Botterini de la Ecclesia, por el de Lorenzo
Boturini Benaduci. De igual manera, quedó claro que el coleccionista sondriense
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nunca supo lenguas indias, sino única y medianamente la lengua náhuatl, y que
su Museo histórico indiano nunca estuvo integrado por más de trescientos códices,
sino por un número similar de documentos, entre los que se encontraban algunos
códices, además de muchos impresos y manuscritos. Por último, resulta
exagerado afirmar que el italiano fue un autor de gran literatura y capacidad,
pues algunos de los que difundieron tales paradigmas, también se encargaron de
señalar que Boturini había sido un hombre fantasioso, con poca de la agudeza
necesaria para comprender la historia indiana y, en síntesis, un escritor mediocre,
imposibilitado para aprovechar como historiador el acervo documental que tuvo
en sus manos. Es probable que estas últimas apreciaciones sean la razón por la
cual se ha reconocido más el trabajo de Lorenzo Francesco Antonio como
coleccionista, que como historiador. Sin embargo, muy a pesar de su enredado y
algo fantasioso estilo, y de “la bronca y enzarzalada erudición leguleya con que
salpica sus páginas”, en los últimos tiempos se comenzó a apreciar la obra de
Boturini por haber dado “nuevas orientaciones a los temas de la historia
prehispánica”, ya que hizo a un lado "los moldes tradicionales de la hagiografía
y la historia anticuaria barrocas”, y con ello “contribuyó a sentar las bases de una
revolución metodológica en la historiografía novohispana”. Este cambio de
paradigma no es otra cosa que el resultado “de haber enmarcado por vez primera
el acontecer cultural americano en términos del pensamiento de Juan Bautista
Vico, considerado en estos tiempos “como nuevo padre de la filosofía de la
historia universal”.
A esta conseja al respecto a la vida y obra de Lorenzo Boturini Benaduci
me ha parecido razonable llamarla Leyenda Boturini.
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