Si hubiera que reducir el libro a una fórmula, podríamos decir: toda escritura es
autobiográfica, toda autobiografía es imposible, por lo tanto la escritura es la experiencia de la
vida como posibilidad de lo imposible. Aquí es donde la autobiografía se transforma en
heterobiografía, en escritura de la vida siempre de otro, pues el yo está ya heteronomizado,
alegorizado. Eso respecto del desplazamiento auto/hetero de la biografía, pero en cuanto a la
bio-grafta como tal, el libro deja sugerido un movimiento alegórico adicional: si la modernidad
rompe con la relación vida/escritura y por tanto intenta restituir literariamente ese lazo como
género bio-gráfico, la alegoría rompe con la relación escritura/sentido, por lo que ya no piensa la
escritura bajo la relación representativa del sentido, sino que en la alegoría la escritura es
duramente material, está hecha de los mismos elementos que la vida. La biografía ya no es una
escritura
de la vida, una escritura acerca de la vida, una escritura que, ligada al esquema del
sentido, represente una vida que esté fuera de ella, sino la vida misma como escritura: una vida-
escritura que, sustrayéndose a la representación, se plasma ella misma en el hacerse y
deshacerse de la ficción. Pasamos de la escritura como instrumento de una bios-graphía, del
registro representativo de una vida, a la escritura como médium de una graphiké-bios, de una vida
escritural, una vida figural.
Somos lenguaje, y no hace falta que él nos enuncie, sino adentrarnos en su dura
materialidad, en su hueso. Las escrituras desgarradas por el terror del siglo que Anderlini
recupera en su libro difícilmente puedan ser pensadas como representación de algo sucedido,
sino ellas mismas como el acontecimiento de una vida póstuma que se afirma en la propia
inscripción de una letra que no cesa de no escribirse. Ellas no son la transmisión de un sentido,
sino la apertura de un espacio de transmisión más allá de todo sentido. Como la vida cuando
deviene alegórica: ella ya no es representable, y, por lo tanto, se torna indestructible. La vida
alegórica es la vida infinita que se adivina en el reverso de la finitud de esta humanidad
póstuma que somos. Como el espectro, insiste no por su destinación divina, sino por
irreductible a las dualidades de la representación.
La vida que vivimos en cuanto vida póstuma o sobrevida se abre a la ambigüedad
constitutiva de la alegoría: vida naciendo de la muerte puede ser la vida zombie del
neoliberalismo contemporáneo, que da vida a lo muerto, justamente, en el fetichismo de la
mercancía. La alegoría conoce bien el rostro cadavérico del fetiche mercantil. Pero la alegoría
quiere ser ángel, y en la sobre-vida del capitalismo contemporáneo adivina no sólo la vida
prehumana del consumismo zombi, sino también la vida post-humana, post-subjetiva, de una
Revista Pelícano vol.4 (2018) - 221