Revista Pelícano
Vol. 4. E l asa lto de lo im p ensad o
ISSN 2469-0775
pelicano.ucc.edu.ar
Agosto 2018 - Córdoba
Rayiv David Torresnchez
rd.torres42@uniandes.edu.co
Maestro en filosofía e historia.
Universidad de los Andes Pontificia
Universidad Javeriana
DOI: 10.22529/p.2018.4.09
El éxtasis blanco y la escritura de la
historia en Michel de Certeau
White Ecstasy and the Writing of
History on Michel de Certeau
Resumen
Este artículo se propone ilustrar algunos
paradigmas compartidos entre la
experiencia mística y la escritura de la
historia a la luz del pensamiento y la obra
de Michel de Certeau. El curso de la
exposición nos arroja a la posibilidad de
que subsista no lo una experiencia de la
escritura asociada a la alteridad desde el
siglo XVI, sino, también, que el olvido, la
falta, y los lugares de ausencia
comprometen de lleno a la modernidad
occidental y su espejo epistemogico: la
escritura. Laoperación historiográfica”,
bajo el enfoque de Michel de Certeau,
consiste en llevar a cabo un duelo por los
muertos que sepulta y olvida (el pasado,
el salvaje, el otro que ya no habla”);
mientras que en la experiencia mística
consiste, al igual que en la historia, en la
fabricación de un cuerpo inaccesible,
cuyo relato, escrito a la medida del deseo,
la falta, la poesía y el cuerpo, redunda en
un discurso del otro. Estas páginas se
encaminan a formular una exégesis del
pensamiento del jesuita francés y su
relación con teología mística en clave de
un éxtasis blanco.
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Palabras clave: Historiografía, Mística, Alteridad, Epistemología, Teología apofática.
Abstract
This article intends to illustrate some paradigms shared between the mystical experience
and the writing of history in the light of thought and the work of Michel de Certeau. The
course of the exhibition throws us to the possibility of that continues not only an
experience of writing associated with the otherness since the 16th century, but, also, that
forgetfulness, lack, and the places absence commit fully to Western modernity and its
mirror epistemological: writing. Historiographical operation”, under the approach of
Michel de Certeau, consists of carrying out a mourning for the dead buried and forgotten
(the past, the wild, “the other no longer speaks”); While in the mystical experience is, as in
the story, in the manufacture of an inaccessible body, whose story, written to suit the
desire, lack, poetry and the body, is in one discourse of the other. These pages are aimed at
formulating an exegesis of the thinking of the French Jesuit and its relationship to Mystical
Theology in terms of a white ecstasy.
Key words: Historiography, Mystique, Alterity, Epistemology, Apophatic theology.
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Él no es pensable más que a través de los innumerables pensamientos que
lo impensable, con que tropezamos, alimenta; pero Él no es, en Sí mismo,
lo impensable.
Edmond Jabes, E l libro de la hospitalidad
Exordio
El monje Simeón, quien se había retirado hacía muchos años a las montañas, se preguntaba
mo explicarle a su visitante, que llegaba de Panoptia:1 ¿Cómo describir el objetivo
exorbitante de la marcha milenaria, varias veces milenaria, de los viajeros que se pusieron
en camino para ver a Dios? (Certeau, 2006, p.313). El ermitaño había llegado a la
conclusión de que a pesar de los os, seguía sin saber nada acerca de ese camino. Sin
embargo, “nuestros autores hablan mucho de eso, agregó el monje, refieren maravillas que
inquietan antes que esclarecen. Ellos escriben en nombre de una tradición inmemorial, pero
lo que sí sabemos es que “la visn coincide con el desvanecimiento de las cosas vistas
(Certeau, 2006, p.314). Hacen una distincn entre lo que parece indisociable: el acto de ver
y las cosas que uno ve. Nuestros autores, decía el monje, afirman que cuanta más visión
hay, tantas menos cosas se ven; el esclarecimiento de unas es la opacidad de las otras. Se
pierde a la medida en que se ve. De modo similar, en el Éxodo, XXXIII, 20, Dios le dice a
Mois:
Non poteris videre faciem meam, non enim videbit me homo et vivet. No puedes ver mi rostro,
porque el hombre no podría verme y vivir. Para ver al Padre hay que morir. Nadie puede verlo y
vivir. Desde la antigüedad, contemplar la luz de los dioses es arder.
Desde la perspectiva más inmediata, diríamos que la vista mejora al conquistar los
objetos, pero en realidad, para los autores antiguos a los que se refiere el monje Simeón, es
decir, los de la más antigua tradición, la vista se perfecciona a la medida en que pierde lo
que procura. La pérdida es, por tanto, lo que muestra. La distancia revela y habilita lo que
es a la vista como su condicn, es decir, la de ver. Pero sucede que, ver a Dios, en su punto
más extremo, es no ver nada. Cuando se ve a Dios, no se ve nada en particular. El todo, es
decir, el Ser, se da simultáneamente con la Nada, por cuanto participa en una visibilidad
universal que no implica ya el recorte de las escenas singulares y fragmentarias que
comportan nuestras percepciones.2
1 “Todo (ya) lo visto. Nombre de un país lejano que no significaba más que otro más allá de las montañas
para el monje.
2 Quisiera contrastar esta aproximación con la de Edmond Jabes cuando menciona que si Dios es, al
mismo tiempo, fuera y dentro de todo ser, fuera y dentro de cada cosa, en otra parte y aquí, ausente donde se
manifiesta, presente donde lo negamos, Él no es pensable más que a través de los innumerables pensamientos
que lo impensable, con que tropezamos, alimenta; pero Él no es, en Sí mismo, lo impensable. Él es el singular
objeto de tormento de un pertinaz y aventurado pensamiento, embriagado por sus victorias, vencido por sus
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El monje intuía que su visitante pensaba que la paradoja que opone ver con los objetos
vistos, tiene apariencias de engaño, y que, en realidad, una mejor visn necesariamente
debe disminuir la cantidad de cosas que uno ve, pero para los autores de la tradición más
antigua, ello no implica diferencias, debido a que los objetos lo se perciben en el
momento en que se distingue lo que es in-visible de lo que es visible. Suprima lo que no
ve decía el monje, y suprimirá también lo que ve (Certeau, 2006, p.313). Tras esto, se
crea un gran deslumbramiento ciego, un esclareámiento fulminante en el que lo visto y lo no in
visible coinciden en un movimiento simultáneo. En este sentido: ver es devorador. “Las cosas
que vemos no son tanto los emblemas de sus victorias como los mites de su expansión.
Ellas nos protegen de eso, como pequeñas embarcaciones cuyos bordes fgiles detienen
pero ¿por cuánto tiempo? su oceánica avanzada (Cf. Certeau, 2006, 314). Los pintores,
por ejemplo, conocen ese riesgo, en el que las cosas vistas ostentan el umbral que viene tras
ellas, pero, por eso mismo, lo que se muestra, en principio, anticipa el caos de lo
inconmensurable, de lo ilimitado en lo limitado. “También usted debe conocer, en su
pueblo, dijo el ermitaño a su visitante, a aquellos que rodean con trazo luminoso algunos
objetos opacos, a la manera en que la blancura de una ola limita sobre la ribera
omnipotencia solar de la masa de agua (Cf. Certeau, 2006, p.314). Hay quienes también
combaten la luminosidad encubriéndola con las tinieblas.
Así mismo, entre los pintores los hay quienes yacen cautivos de la pasn de ver:
entregan las cosas a la luz y las pierden, como náufragos en la visibilidad; y es que, en el fondo,
somos pintores, aun cuando no construyamos escenarios donde converge la más poderosa
tensión entre el ver y las cosas. Hay quienes resisten esa tentación voraz, y hay también
quienes ceden a ella por un instante, “tomados por una visión que ya no sabe lo que
percibe; muchos se apuran ¿inconscientes? hacia el éxtasis que será el fin de su mundo
(Certeau, 2006, p.314).
Usted parece sorprendido dijo el ermitaño. Es cierto, es terrible ver; más aún
cuando las Escrituras dicen que no se puede ver a Dios sin morir. Hay que atravesar las
tinieblas donde se mezcla el terror con la fascinacn entre los caminantes que partieron en
busca de una verdad, sin ser conscientes de que, de todas formas, sabemos más acerca de
Dios cuando comprendemos que no sabemos nada. “¿Debo confesar que a mí también me
invad el temor? Pasados los años, con la mezquindad que la edad avanzada enseña, decía
notorias derrotas. [...] Dios es creíble donde Él no puede ser creído. En su cristalina ausencia [...] De modo
que nuestra relación con Dios nunca es directa sino desviada, sinuosa, oblicua, y es, vivida, por nosotros, de
forma distinta. [ . ] Siendo Dios toda diferencia, no podía crear sino la diferencia; un mundo ajeno al mundo
y, sin embargo, fiel a sí mismo, a través de Su extrañeza. Todo acercamiento a Dios se realiza bajo el signo de
lo indecible. (Jabes, 2014).
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el ermitaño, se comprende que hay que aferrarse más a los secretos, a los detalles
testarudos, a las manchas de sombra que defienden las cosas, y a nosotros mismos, es decir,
en contra de una transparencia universal. Me aferro a esos minúsculos restos nocturnos
(Certeau, 2006, p.314), lo que es otra forma de decir, me aferro al secreto, o bien, hablo de él sin
ponerlo al descubierto.
El autor del relato de “El éxtasis blanco”, parecía formular un vaso comunicante entre el
visitante que protagoniza su historia, con el labriego de la fábula de Ante la ley de Kafka,
quien, tras os de paciencia, se entregó a una espera indefinida en un lugar ajeno y eterno.
Una espera sin enmienda que, sin embargo, al cabo de su expectativa en el umbral, el
guardián redimió en un instante fulgurante en el que el fin coincidió con el origen. La figura
del umbral dibuja una tenue evocación alegórica de Kafka a la Shekina de Dios de la
tradición judía, o quizás de la extranjería, el exilio, y una figura muy afín al autor de “El
éxtasis blanco”, la peregrinación invertida. Pero tal vez el fulgor enceguecedor sería la
imagen de una aspiración infinita que se consuma precisamente según su inacabamiento,
aquella que Michel de Certeau definió como una escatología blanca. En su texto titulado
Éxtasis blanco, escrito poco antes de su muerte, Michel de Certeau dijo en palabras del
monje Simeón: “las mismas miserias que la vejez multiplica se vuelven preciosas, porque,
también ellas, frenan el avance de la luz. No hablo del dolor, porque de nadie es. Ilumina
demasiado. Sufrir deslumbra (Certeau, 2006, p.314). Sufrir ya es ver, así comolo hay
visionarios privados de y de las cosas por la fascinacn de las desdichas que visitan la
regn. Pero, para evitar la tentación del lector de leer entreneas la vida del autor, Michel
de Certeau advierte que con ello no se esn confesando intimidades insólitas:
[a]llá en el vientre, aquí en la cabeza, el temblor, la crispación, la deformidad, la necia
brusquedad del cuerpo desconocido de otro. ¿Quién se atrevería a entregarlas? ¿Quién
querría despojarnos de ellas, que nos preservan de extraños retiros? Son nuestras briznas
de historia, ritos secretos, astucias y costumbres con sombras agazapadas en lugares
ocultos del cuerpo. Pero usted [le dijo el monje al visitante] es demasiado joven para
conocer los usos de ese tiempo clandestino. (Certeau, 2006, p.315).
El mundo cercado por el secreto que preserva el más allá de la obra de Michel de
Certeau, finalmente induce a pensar en él, no solamente como un místico, embriagado por
sus lecturas, sino como un teólogo jesuita para quien el sufrimiento deslumbra, y de ese
modo lo pone en contacto con la experiencia del origen que coincide con el
deslumbramiento del fin y, desde mucho antes, con el no-lugar, la atopía. Tampoco es
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gratuita su mención al cuerpo, por cuanto, lo que el habla articula en un místico, digamos,
por analogía, es un habla que lo atraviesa y articula lo real de su cuerpo, esto es, sabiéndose
atravesado por un habla totalmente otra, totalmente extraña para él mismo. Esto se
reconoce en la medida en que el habla, la enunciación de la experiencia, según mencionaba
Michèle Montrelay sobre Michel de Certeau, no se extiende discurriendo, sino que es siempre
subterránea y silenciosa. El itinerario de la escritura en Michel de Certeau, lleva a la visión del
lugar, por esa razón, él mismo decía que leer es siempre ir a ver. Como se ha dicho, en el
Éxtasis blanco, la visión coincide con el desvanecimiento de las cosas vistas: sin catástrofe
ni ruido, simplemente convertido en algo vano, nuestro mundo, inmenso mecanismo
nacido de nuestras oscuridades, termina (Certeau, 2006, p.313). El acto de “ver al final de
los días
(la antesala des-lumbrante de la agonía), por medio del oscuro deslumbramiento del fin,
conforme escrib Stéphane Mallarmé, supone pasar por el no ver nada (Cf. Dosse, 2003,
p.615). Mallarmé (figura epónima de la melancolía moderna) escrib: [y] es necesario que nada
exista para que la abrace y crea totalmente en ella. Nada-nada (Cf. Dosse, 2003, p.615).
Se ha sugerido que ver a Dios es no ver nada, por cuanto no se trata de nada que
constituya cabalmente lo que se espera. El sufrimiento, al final de los días, se esfuerza en la
literatura por encontrar esa nada a partir de la cual la marcha aún es posible practicando un
vaciamiento semejante al de los místicos (Dosse, 2003, p.616).
La escritura del dolor se codea muy de cerca con la muerte, de esa manera otorga un
nuevo impulso evocando la permanencia de un sufrimiento. La espera sin enmienda,
aquella con la que la melancolía se suscita, comporta una postergación, cuyo puerto de
llegada, es inhibido, sin embargo, de cualquier resolución que no revista un ocaso. Con
relación a la melancolía en la escritura, decía Julia Kristeva: los textos doman a la
enfermedad de la muerte, hacen uno con ella, esn al mismo nivel que ella, sin distancia y
sin escapatoria. Ninguna purificación nos espera en la salida de estas novelas a ras de la
enfermedad (Cf. Dosse, 2003, p.616). Por medio del dolor, cuya consistencia deslumbra
hasta el fin, no oculta nada, no hay “nada oculto y, por lo tanto, nada visible. Una luz sin
mites, sin diferencia, de alguna manera neutra y continua (Certeau, 2006, p.313). Lo
innombrable del dolor, no sólo posibilita que en todo haya nacimiento, sino que tambn
habilita los lugares que fueron tan solícitos a la mística como la imaginación, los símbolos,
la metáfora, por esa razón, Michel de Certeau describió el dolor en rminos de una oscura
fulguración: sufrir desiumbra, y a la luz de esta exposición, el dolor, así como la disponibilidad
melancólica, supone el origen de una producción indefinida que hace de la poesía el lugar
que se habita.
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Para Michel de Certeau el encuentro con el absoluto divino vendrá cifrado bajo el título de
Éxtasis blanco, experiencia que constituye el punto de encuentro entre el poema y la
multitud [donde] se dibuja aquello por lo que termina La debilidad de creer, ‘Extasis blanco’”
(Dosse, 2003, p.615). El deslumbramiento al final de los días consiste en una visn cegadora,
devoradora que, según se simboliza en la narración de Ante la ley de Kafka, no se resuelve con
ver ni con la licencia de cruzar el umbral, sino, más bien, con en el paroxismo del origen que
inaugura la escatología de un recomienzo eterno: la escatología blanca. El umbral, que
comunica al afuera con el lugar que se ha perdido, abre su entrada cuando la vida se
desvanece en una muerte iluminada. El intervalo reconcilia la nada (la espera indefinida) y el
absoluto que todo lo entrega por medio de la brecha que tercia entre la cúspide y el ocaso.
Sin embargo, el intersticio entraña una mirada de tendida, una paciencia que se tensa en el
instante oscuramente fulgurante que reúne la extincn de las cosas vistas, esto es, la experiencia
de una mirada que es sorpresa del objeto, pero que excluye la posesión de una imagen:
Quita visión, deslumbra, ciega (Cf. Dosse, 2003, p.519). Por analogía, y poco tiempo
después de haberse comparado a mismo con el labriego de Kafka en el prefacio de La
fábula mística, Michel de Certeau escrib en el Extasis blanco:
La diferencia entre ver y ser visto ya no se sostiene si ningún otro secreto pone al que ve
a distancia de lo que ve, si ninguna oscuridad le sirve de refugio desde donde constituir
ante él una escena, si no hay ya una noche de la que se desprenda una representacn.
(Certeau, 2006, p.315).
Michel de Certeau llamaba al sobresalto místico de desposesión de y de apertura al
otro, como una salida de su lugar de origen, de un itinerario, de un exilio, y por lo tanto, la
promesa de un lugar siempre por-venir, en cuyo derrotero, detenerse es imposible. Por eso
se habita en las fronteras, aquellas que, en el caso de Michael de Certeau, también cobran
forma de saberes y distintas disciplinas. En consecuencia, el lenguaje del creer, tema que
ocupó a Michel de Certeau hasta su muerte, se inscribe alrededor de experiencias como la
debilidad y la desaparicn. En este sentido, la diseminación, la partida, da lugar al corte
instaurador, el cual representa el origen tanto del advenimiento, en el caso judeocristiano,
del mesías, pero también la partida y la propagación de los discípulos; de manera que ello
desplaza la relación que coordina una conformidad a la ley, esto es, aquella que pasa por
una metamorfosis en la que habrá una conversión hacia el otro, pero ya no se trata de
fidelidad, sino fe. En una dirección muy an, Hugo Mujica decía:
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La creacn es esa fe en nada, en un vacío o una ausencia, una fe que crea lo que cree,
que cree para crear, que creando se trasciende más allá de lo que cree (Mujica, 2002).
En su artículo, “Le christianisme éclaté, la fe trasluce para Michel de Certeau una
confianza que no tiene la garantía de lo que funda: el otro que trasáende más allá de lo que cree.
En algunos casos esa confianza sin garantía, ahuecada, vacía, comporta un regreso a lo
absoluto, pero esto ocurre en la vida común, como un gesto de perderse en la multitud como
proliferación y trascendencia. En este sentido, se ha dicho que Michel de Certeau fue “uno
de esos escasos hombres que trataron de adelantarse mucho para tomar en cuenta las
racionalidades constitutivas de la modernidad en la preocupación por el otro (Cf. Dosse,
p.519). Para él, la
falta confecciona el lenguaje que difiere al infinito lo que no puede
nombrar ni ostentar una presencia.
I
Ahora bien, habiendo introducido lo que a mi modo de ver significa el núcleo vital en el
pensamiento de Michel de Certeau en el Éxtasis blanco, es preciso detenernos alrededor
de los fundamentos que sustentan una concordancia entre la filosofía y la escritura de la
historia en Michel de Certeau. Uno de esos fundamentos, a la luz de este ensayo, consiste
en la incidencia que tuvo la teología de la ausencia para Michel de Certeau y el desenlace de
La fábula mística. Se trata de un vínculo latente entre esa falta primordial (el duelo), que da
lugar a la comunidad cristiana, pero que también consiste en ser el signo de ser lo que falta, esto
es, lo que difiere el origen de la comunión en rminos de una permanente repetición
(iterabilidad) de los signos y los significantes. Considérese lo siguiente: la estructura de la
ausencia se adhiere al lenguaje religioso en su punto focal, es decir, a su significante
“radical: Dios (Certeau, 1994, p.211). Sin embargo, “Dios es mejor conocido como
carencia, más que por signos tangibles de su presencia (Dosse, 2003, p.596). Del
vaciamiento del significado puro, Dios, emana una convicción, para Michel de Certeau,
según la cual se realiza la alteración motivada por el otro que inquieta y hace vivir. Sin
embargo, la distancia de lo único, aquella que recorre el cuerpo de la obra y el pensamiento
de Certeau como la imagen de la melancolía mística, no toma nunca el camino de la
destrucción, sino, por lo demás, en términos de François Dosse, el de una levedad ética y
una disponibilidad melancólica: la práctica del secreto. Se trata de una melancolía
pensativa, socita y angelical que se nutre de algo definitivamente ausente, como si hubiera
logrado mezclar lo trágico de Hamlet con la levedad de Ariel de Shakespeare (Dosse,
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2003, p.611). La melancolía vendría a ser esa nada sin causa que se sufre sin comienzo ni
fin, pero que ocasiona, sin embargo, la búsqueda de un lugar. Michel de Certeau invocaba a
Yves Bonnefoy para decir queel centro está cerca y lejos de t i . puedes cam in ar. ya
nada cambia pero la misma noche no acaba jamás (Cf. Certeau, 1994, p.346). La palabra
que sigue al movimiento, como la noche, no se consuma nunca del todo, ella es la misma y
es otra, la penumbra es la dilatación infinita de su continuidad en el umbral. Allí, en el
umbral, siempre hay apertura, fisuras que motivan el pliegue según pliegue. Esto puede
ilustrarse con el poema de Georg Trakl, “una tarde de invierno: Tú, peregrino, pasa silenáoso;
el dolor petrifica el umbral. Y en su pura lucidez resplandece el pan y el vino sobre la mesa.
Por su parte, Michel de Certeau sostenía que la fe cristiana es una experiencia de
fragilidad (debilidad de creer) y, al mismo tiempo, el medio para convertirse en el “anfitrn de
otro que inquieta y hace vivir (Certeau, 2006, p.310). En la base del intercambio con el
otro, es decir, de la palabra, Certeau sia el volo [Mesiter Eckhart] que ocupa el lugar de un
a priori de la efectividad de la comunicación (Dosse, 2003, p.545). En ese intervalo,
necesario para toda palabra que se entrega y que recibe, se instituye un mite que recorta
el espacio del lenguaje para permitir la expresión del deseo [ . ] ese querer es absoluto,
separado de toda determinación (Dosse, 2003, p.545).
El propósito capital de esta concatenación religiosa con una ética (como modo de
ser/habitar con otro”), consiste en asimilar una “imposibilidad de un sentido limitado o el
rechazo de una apropiacn circunscrita que valoriza el lugar vacío de donde nace la
certidumbre de ser excluido o alterado por el otro, de ser sin fin no-tú o no-yo. El yo se
certifica por su alienación misma (Dosse, 2003, p.609). Michel de Certeau subrayó que
esta experiencia no es nueva: siglos atrás los místicos la vivían y la expresaban (Dosse,
2003, p.609). Hay una debilidad, una fragilidad que despoja la solidez de los centros y los
significados; de hecho, esa fragilidad descompone la relación con toda institucn, esto es,
en el momento en que deja de ser el lugar privilegiado (impúdico como decía de Certeau)
para decir lo único y se convierte, por misma, en la condición de creer. Esa fragilidad,
inherente al cristianismo, decía Certeau: introduce en nuestras fuerzas necesarias la
debilidad de creer (Dosse, 2003, p.609). No obstante, esa condición, podría haber sido
expresada en palabras de Angelus Silesius: Hacia Dios no puedo ir desnudo mas debo ir
desvestido (Certeau, 2006, p.311).
Ese fundamento que busca conocer la esencialidad de la pérdida, aquella que resuena de
algún modo con la consolación (divina) en los cánticos o la poesía mística medieval No sin
ti, No permitas que me separe de ti, constituye esencialmente un tema central del “Extasis
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blanco de Michel de Certeau, quien traduce, en su ensayo postrero, el umbral donde la
posibilidad de hablar determina una posibilidad de conocer (Certeau, 1994, p.192). Sin
embargo, la narración revela que la experiencia aparentemente negativa del absoluto tiene
por condición el absoluto mismo: el crepúsculo, en cuanto advenimiento de lo inevitable,
entrega todos los secretos en su cumbre, esto es, en el intervalo fulgurante. Ahora bien, si la
posibilidad de hablar determina la posibilidad de conocer, hablar acerca de lo puramente
otro se inscribe bajo su condición de silencio, el tránsito de la finitud llevaría consigo, y
hasta el final, la marca de lo innombrable. Nuestros trabajos desaparecen suavemente en
este éxtasis silencioso, mientras nuestro mundo, junto con su mecanismo nacido de
nuestras oscuridades, termina (Certeau, 2006, p.315). El horizonte se abre, en el sentido
del paso siguiente que busca el medio inescrutable que interpreta el deslumbramiento del
fin: [u]n mutismo agrieta las configuraciones del conocimiento. Una imposibilidad se hiere
a la expectación que espera al ser en el logos (Certeau, 1994, p.143).
Michel de Certeau subrayaba que el contenido religioso es el significante de otra cosa
aparte de lo que se dice. Ello se deriva de una dilución de las ciencias de lo religioso, que
perdieron su objeto propio y se ampliaron a diversos campos de conocimiento, esto es, a
raíz de la imposibilidad de captarlo en un único campo de conocimiento y por ende,
ocasiona el movimiento a otros campos del saber como el psicoanálisis. Asimismo, ese
tránsito del contenido al significante a otra cosa aparte de lo que se dice, contiene para Michel de
Certeau el tema que cautivó con mayor atención sus investigaciones acerca de la
experiencia de la mística jesuita del siglo XVII, e incluso el proyecto de una antropología
del creer. La constelacn eclesial se disemina conforme sus elementos se desorbitan. Ya
no aguanta porque no hay ya una articulación firme entre el acto de creer y los signos
objetivos (Cf. Dosse, 2003, p.202). La huella de esa articulación consiste en ser un vestigio
inescrutable, es decir, los lugares del otro, a saber, el salvaje, la posesión, el místico, la
brujería, etc. Es así como la escritura del autor de La fábula mística encarna la voz de una
experiencia movida e inquietada por el otro y el movimiento de los contenidos religiosos,
es decir, un mite en expansn y según la extensión. Se trata de una experiencia similar a la
del místico jesuita Jean de Labadie, quien, tras la pérdida de un espacio fijo (para detenerse
y hallar el lugar de un decir) suscitó, en consecuencia, la postergación infinita del arribo a un
lugar porvenir; Labadie, alter ego de Michel de Certeau y uno de los protagonistas más
significativos de toda su producción intelectual, se transforma, como muchos místicos
jesuitas, en el profeta de un mensaje para el que ya no hay lugar: inclinado hacia adelante,
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desequilibrado debido a la espera del otro inalcanzable que representa el futuro y sin el cual,
el presente no tendría sentido (Cf. Dosse, 2003, p.203).
La fe, particularmente jesuita, refracta un camino que no tiene otra direccn definida
s que la que va hacia el otro: [fundamentalmente no hay sitio para esta fe. Se ejerce en
el elemento del otro. A ello se suma el psicoanálisis, que indica que la ley misma del deseo
[e]s un deseo que hace hablar como el enamorado:Te necesito’, ‘No puedo vivir sin ti.
Acceder a la verdad es y quedará siempre condicionado por el encuentro con el otro (Cf.
Dosse, 2003, p.203). Jean-Louis Schlegel subrayó que, en el fondo, Michel de Certeau
siempre buscó designar un sitio a la alteridad y de hacer de éste, de alguna manera, la
verdad’, cuando se trataba de buscar y vivir la alteridad en la alteridad, por decirlo de algún
modo, o de ser siempre sorprendido y herido por ella, ‘desplazado por ella (Cf. Dosse,
2003, p.207). Michel de Certeau se opuso a la vía de una Iglesia que autorizara una verdad
(a su juicio impúdica), y que, por lo demás, encarnaría la condicn de creer. En lugar de un
sentido en torno a un cuerpo (doctrinario) de verdad, Michel de Certeau opta por los atajos de
las prácticas significantes, lo que en un sentido, se traduce en aferrarse al secreto, a la
opacidad de la mística y su heterología fundante. Esto es debido a que el sentido
evangélico, la institucn, “ya no es un sitio, se enuncia en rminos de instauraciones y de
desplazamientos relativos a los sitios efectivos, ayer religiosos, ahora civiles (Cf. Dosse,
2003, p.204). El cristianismo institucional, tanto para Michel de Certeau como para los
místicos, dejó de ser un lugar privilegiado desde donde hablar. El cristianismo, en las
décadas que comprehendieron el Concilio Vaticano II, estalla. Esto significa, para el
jesuitismo de Michel de Certeau, que la experiencia del creyente ya no concierne a una
identidad unitaria sino a una suerte de riesgo privado, esto es, a una ruptura significante que
hace eco al movimiento mismo que lleva a Jesús a partir y a romper sus alianzas. La
institución se transforma, pues, en el lugar para llevar a cabo un duelo que conmemora el
lugar que se pierde al convertirse en la condicn de posibilidad.
II
Ave
Altísimo amor, si ocurre que yo muera
sin haber sabido por qué te poseía,
en q sol estaba tu morada,
en q pasado tu tiempo, en q hora yo te amaba,
altísimo amor que sobrepasa la memoria,
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fuego sin hogar donde paso mis d ía s .
Cuando yo me haya para mí misma perdido
y dividido en el infinito abismo,
cuando infinitamente me hayas destrozado,
cuando el presente del cual voy revestida me haya traicionado
Tú volverás a hacer mi nombre y mi imagen
de mil cuerpos llevados por el día,
viva unidad sin nombre y sin figura,
oh centro del espejo, amor alsimo.
Catherine Pozzi (1882-1934)
En el caso de los contactos entre la mística y la poesía, cabe destacar que, a la luz de
Michel de Certeau, a partir del corazón, el hombre debe volver a encontrar su unidad y el
Infinito que la habita. Análogamente es lo mismo que Jacques Lacan veía en las frases te
necesito, o vivir sin ti, como un modo de acceder a la verdad condicionado por el otro. Esto
pone de relieve un yo más profundo, más esencial que parece disimularse bajo un yo que
es en la superficie. Históricamente se trata del nacimiento de la experiencia religiosa
moderna y teogicamente de la lenta transformación de una fe en erótica. Michel de
Certeau situó ese acontecimiento cuando emerge la mística como sustantivo, a partir de
entonces se llamará místicos a nombres prexistentes, de tal modo que se constituye una
tradición mística bajo el sello de un nombre, esto es, la institución de un decir. Procedimientos
llamados místicos durante el siglo XVI, se titulan según otros documentos que así los
refieren al principio del análisis en el que se encuentra el aislamiento de una unidad mística
según el sistema de diferenciación de discursos que introduce un nuevo espacio de saber.
Paralelamente, al igual que Lacan, Certeau advertía que el paso de lo oral a lo escrito no
tiene por objeto asegurar el lugar desde donde el y o hablaba, sino de:
[a]cumular pruebas y obturar las aperturas que las palabras de una noche hubieran
podido dejar. De los lapsus provocados por la discusión, de todo lo que se le escapa al
lenguaje hablado, no quisiera que el escrito fuera el recuerdo o el olvido como si se
necesitara someter a la legalidad de una escritura o rechazar las ocurrencias del deseo
de los cuales el otro es el principio (Cf. Dosse, 2003, p.204).
El faltante, el otro, abre, para la mística, la herida de una ausencia, de manera que cuando la
separación logra decirse, invoca al faltante conforme a la antigua plegaria cristiana: no
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permitas que me separe de ti. La mística y la historia, en nombre del faltante, fabrica un cuerpo,
esto es, conmemorando la voz que ya no habla. Pero el duelo consiste en que lo necesario,
convertido en improbable, es, de hecho, lo imposible:
todo falta cuando algo falta. Así pues, a
raíz de la separación de lo único, el Sepulcro Vacío, en su caso, se deriva un modo del habla
que, en adelante, se corresponderá con la huella de una gran falta que recorre la escritura.
Melancólicamente se trata de un luto por llevar, en cuyo lenguaje, el yo, tras identificarse
con el objeto perdido, no asimila jamás que se haya perdido aquello que se ha ido para
siempre. En ese sentido se transforma en la figura de una expectativa contemplativa e
indeterminada, que como María Magdalena de cara al sepulcro, debe afrontar que lo que
debería estar ahí no está. La melancolía (el pathos del discurso, del habla, de la fábula), tiene por
condición hablar desde una distancia imposible, es decir, desde la espera que se dice en y a
partir del vaciamiento. Ella busca organizar el xico privativo de lo que no se dice del todo;
su causa, lo único, es lo innombrable, lo indecible, lo indeterminable. El cuerpo de lo único
no está ni en el Cielo ni en la Tierra. Lo Uno, lo único, tanto para el neoplatonismo como
para la teología negativa, es todas las cosas, pero ninguna de todas ellas.
Lo místico, en cuanto literatura, coordina lo real y el discurso, y en su intervalo, restituye
la distinción de los signos; sobrepasa la distancia entre el saber y la experiencia, con lo cual
abre una fuga de significaciones del mundo: “más allá de las diferencias nombradas, citadas
y cotidianamente previstas, recupera los fugaces parentescos de las cosas, sus similitudes
dispersas [...] la soberanía de lo Mismo, tan difícil de enunciar, borra en su lenguaje la
distinción de los signos (Foucault, 2005, p.50). Por esa razón, estamos, dice de Certeau con
respecto a la historia de la mística, de algún modo compartiendo el mismo lugar que
constituye esa realidad, la realidad de sus textos: el teatro de cperaáón de su lenguaje. Compartimos
el mismo exilio de los místicos con relación al quiebre del significado puro del discurso y la
escenificación de los cuerpos. Desconocer la distancia que compartimos, es también
quedarnos en el interior de una experiencia de la escritura que desecha las distancias. No
obstante, el perímetro de tal precipicio señala los caminos para perderse; de hecho, la
operacn de seguir las huellas de una desaparicn, reproduce un simulacro análogo al
espejo de Narciso: hace de su doble aquello que se vuelve inaccesible al movimiento de
otro elemento. El historiador reproduce el ejercicio de ausencia y parte en búsqueda de aquello
que se desinteg en la pesquisa misma de una diseminacn. Es así como, para el autor de
La fábula mística, la historiografía comienza donde se despide la voz. El historiador, llamado
como ellos [los místicos] a dear el otro (Certeau, 1994, p.21), reproduce la formalidad de lo
que se pierde irremediablemente.
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El historiador, como Narciso frente al marjal, se sumerge en la búsqueda de un
desaparecido que, a su vez, se extrav buscando a otro desaparecido. Por lo tanto, la
operacn historiográfica consistiría, entonces, en una manera contemporánea de practicar
el duelo de una distancia: se siguen los murmullos que, creyendo que se trata de una ciudad,
conducen a lo que ahora es un mar. El cuerpo del testimonio reserva para aquello que no
se puede revelar. La llave se pierde en el pozo.
En definitiva, nos proponemos buscar los indicios que nos llevan a deducir que el
pensamiento historiográfico de Michel de Certeau atraviesa de forma medular una
heterología, una salida de sí hacia otro, cuyo elemento diagico (el habla y la escucha)
define un trabajo en los límites y un desplazamiento permanente de los centros: [q]ue
pensar quiera decir pasar, exceso hacia el otro, éxtasis mortal de la identidad, tal es aquí el
sentido del procedimiento (Cf. Certeau, 1994). Se trata de una operación que tiene como
principio aquello que se devela a través de una arqueología de lo ausente, y que se difumina en
el tiempo hisrico bajo las reglas de la escritura del otro. [E]sta situación fundamental se
revela en nuestros días de muchas maneras que se refieren a la forma o al contenido de la
historiografía (Certeau, 2003, p.54). Para ello, es necesario poner el énfasis en un estado
continuo de tensión, probablemente el indicio clave en la investigación histórica donde el
estudio se realiza sobre un método interpretativo con su otro, o más precisamente, la
evidencia de la relación que mantiene un modo de comprensión con lo incomprensible que
‘ha hecho resaltar (Certeau, 2003, p.56). El otro se revela para la operación histórica en
los lugares donde la voz se despide (infans), cuyos lugares, generalmente abyectos al orden del
discurso, nos devuelven a las regiones silenciosas de donde ha estado ausente: la brujería, el milagro,
el salvaje, el iletrado (ilustrado), el místico, etc. “La razón científica está indisolublemente
unida a la realidad que encuentra a su sombra y a su otro en el momento en que los
excluye, esto es, de las técnicas de‘diferenciación entre las ciencias (Certeau, 2003,
p.54). Por esta razón, se ha dicho que el orden de la escritura organiza unos lugares de
pertenencia y lugares de ausencia, así es como a partir del siglo XVI se consolida un
sistema en la escritura occidental que reviste, en el caso americano, por ejemplo, una
conquista de la oralidad salvaje, primitiva, “tradicional”, “popular (Certeau, 2003,
p.12) con el fin de capitalizar el conocimiento. Escribir el mundo sobre unagina en
blanco, separar la oralidad, conquistar los cuerpos. Así pues, la problematizacn del sujeto
es correlativa a la especialización del cuerpo, en el siglo XVI:
El observador se separa de su mundo. Sufre una privación que lo aleja de las cosas,
aunque en lo sucesivo goza con verlas. Esta relación aísla simultáneamente al sujeto,
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extranjero del mundo, y al objeto, hecho de cosas expuestas ante la mirada. Es la
Melancholía de Durero. Esta separación instituye al sujeto corno goce de ver lo que no
tiene, y más aún como deseo nacido de un desposeimiento. Este ojo del deseo hizo
posible el cogito cartesiano. Enfrenta la diseminación indefinida de una ‘extensn que
es el léxico sin fin de las cosas. (Certeau en Vigarello, 1997).
En la misma época aparece la pasión enciclopédica de cotejar, enumerar y articular todas
las cosas dispersas, como si el sujeto respondiera a la pérdida del lugar que anteriormente
tenía en el mundo por la actividad de producir su representación libresca (Vigarello,
1997).3 Ello se traduce en un trabajo alquímico de la historia, transforma lo sico en social;
toma prestado de lo físico para construir los modelos de lo social; produce imágenes de la
sociedad con fragmentos de cuerpos (Cf. Vigarello, 1997). La pérdida de un cuerpo
aparece como el motor de sus conquistas, así como el Logos cristiano que se instaura a
partir del Sepulcro vacío y el sitio vacío para hacerse cargo de la producción de sus propios
cuerpos; en consecuencia, la historia se convierte para Michel de Certeau en una operación
que comienza por la experiencia corporal de su autor, y por otro lado, desemboca en una
relación con un eliminado, recupera los efectos en función de aquello que se le escapa, así
como también establece permanencias aislando series y procurando métodos al distinguir
los distintos objetos que se captan en un mismo hecho; por lo tanto, lo que se busca es
comparar cronologías4. Por esta razón decía Michel de Certeau en un dlogo con Georges
Vigarello y Olivier Mongin, que la historia procede a dar lugar a fabricaciones de cuerpos;
el cuerpo, como categoría historiográfica, si se quiere incluye mil variantes e
improvisaciones en el interior del marco particular que podría compararse con un teatro de
operaciones, cuyo conjunto, es codificado para formar un cuerpo que, sin embargo, no se
puede aprehender, lo mismo sucede con la lengua: “uno capta realizaciones particulares que
serían los equivalentes de frases o de estereotipos: comportamientos, acciones, ritos. Sin
embargo, el campo de posibilidades y prohibiciones que el cuerpo constituye en cada
sociedad lo que no puede representarse (Cf. Vigarello, 1997). La historia organiza con el
3 “Una especie de cuerpo simbólico, un corpus sustituto del cosmos de antaño. Este trabajo no tiene fin
porque proviene de un sujeto constituido por una pérdida y definido por un deseo que enajena sin que
puedan satisfacerlo cada uno de los objetos que toma. La pérdida de un cuerpo parece el motor de estas
conquistas. (Vigarello, 1997).
4 Por esta razón también Michel de Certeau prefiere hablar de mite y diferencia en lugar de discontinuidad,
“término demasiado ambiguo porque parece postular la evidencia de un corte en la realidad. En la medida
que no se trata de un corte en la realidad, pues el límite se convierte en instrumento y objeto de
investigación. Asimismo, de Certeau considera la diferencia como concepto operatorio de la práctica de
escribir historiográficamente como dispositivo estratégico para poder rastrear el instrumento-fuente de
investigación histórica.
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cuerpo unidades de sentido, los hechos que semanti%a la historia cumplen las veces de
indicadores, en consecuencia, hay un proceso de significación que tiende siempre a completar
el sentido de la historia.
Corolario
El cuerpo, finalmente, tanto en la mística como la historia, es algo mítico, en el sentido de
que el mito es un discurso no experimental que autoriza y reglamenta unas prácticas, esto
es, que lo que forma los cuerpos, es una simbolización sociohistórica (v.gr. hablar,
persignarse, arrodillarse, orar, despedirse, lavarse, etc.). La escritura en los mites emana de
una “fascinacn provocada por el otro (Certeau, 2003, p.61). No obstante, el límite no
radica en invocar en la escritura la voluntad de volver pensable una cosa. El discurso
histórico interroga, en lo real, las limitaciones y las posibilidades que perfilan
particularidades en los hechos; por lo tanto, el espacio del discurso remite a “una
temporalidad diferente de la que organiza las significaciones según las reglas clasificatorias
de la conjugación (Certeau, 2003, p.60), esto es, el problema de la relación entre el
discurso hisrico y los lugares de enunciación, una relación entre
coherenáa y génesis. El
origen (Ursprung)5, como fórmula de la produccn de sentido en el discurso histórico, tiene
como principio una actividad experimentada, resultado siempre de “acontecimientos,
estructuraciones, o bien, la representación de una génesis organizadora que se le escapa
(Certeau, 2003, p.60). En este sentido hay una doble condición del objeto que es un efecto de
lo real originado en el texto, donde lo no dicho está implicado por la clausura del discurso. La
reflexión epistemológica emerge de la elucidación de sus reglas de trabajo, por tanto, la
disciplina histórica oscila en el límite que establece y que recibe.
La historia tiene como tarea preásar los modos sucesivos en que interviene una praxis que
parte de y la del otro, entendido como época, o sociedad, lo que define un modo de hacer
historia; hay una enriquecedora ambigüedad que observa de Certeau en la distinción entre
5 Ursprung se refiere, en alemán, a la búsqueda del origen, cuya acepcn genealógica en Nietzsche, a la luz de
Foucault, se halla en relación a su vez con los términos Entstehung, H erkunf Abkunft, y Gebur. Sin embargo, en
Nietzsche, la genealogía y la historia, se perfila un rechazo a la búsqueda del origen, esta búsqueda incesante, y
acaso inevitable, consiste “en el esfuerzo por recoger al la esencia exacta de la cosa, su más pura posibilidad,
su identidad cuidadosamente replegada sobre sí misma, su forma móvil y anterior a todo aquello que es
externo, accidental y sucesivo. Buscar un tal origen, es intentar encontrar ‘lo que estaba ya dado, lo ‘aquello
mismo de una imagen exactamente adecuada a sí: es tener por advertencias todas las peripecias que han
podido tener lugar, todas las trampas y todos los disfraces [...] ¿si el genealogista se ocupa de escuchar la
historia más que de alimentar la fe en la metafísica, qué es lo que aprende? [...]. Foucault señala a propósito
de la genealogía de la historia en Nietzsche, que el apego a la verdad y al rigor de los método cienficos
nacieron de la pasn de los sabios, de su odio recíproco, de sus discusiones fanáticas y siempre retomadas, de
la necesidad de triunfar armas lentamente forjadas a lo largo de luchas personales. Enclave que también
está entrelazado con la búsqueda de la metafísica por un Wunderursprung como origen milagroso. (Cf.
Foucault, 2000).
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Historie y Geschichte (Historia, historia), y que no disocia la práctica de lo que capta como
objeto. La historia, según se ha dicho, cumple la función de mito, y su relato remite a una
narrativa de “exclusn y de fascinación, de dominación o de comunicación con el otro
(cargo ocupado sucesivamente por algo cercano, o algo futuro) (Certeau, 2003, p.60). El
mito es lo que permite a un cuerpo social narrarse a mismo articulando espacios de la
memoria que edifican narrativas con relación al flujo de un tiempo histórico:[f]unciona
como la hacían, o lo hacen todavía en civilizaciones remotas, lo relatos de luchas
cosmogónicas que enfrentan un presente con su origen (Certeau, 2003, p.60).
Michel de Certeau mencionaba que el muerto, el que y a no habla, el que silenciamos cuando
escribimos, es la figura objetiva de un intercambio entre vivos. La historia sepulta, por eso
lleva a cabo un duelo. El enunciado histórico se desplaza hacia una remisn a un tercero
ausente que es su pasado. El enunciado aparece en funcn de una interlocución que excede al
discurso hacia lo no dicho. La historia es el mito del lenguaje, bajo las formas del discurso, su
escritura trata de probar que el lugar donde se produce es capaz de comprender el pasado,
esto ocurre, precisamente, imponiendo la muerte; se trata del procedimiento discursivo que
niega la pérdida, el olvido, concediendo al presente el privilegio de recapitular el pasado en
un saber. “Trabajo de la muerte y trabajo contra la muerte (Certeau, 2003, p.19). Si
atendemos a ello en su sentido más fuerte, la historia se encarga de producir ausencias, sin
embargo, aún más a fondo, la operación historiográfica consiste en articular una relacn
con los muertos que aspira hacer hablar; a pues, la historia es el trabajo que convierte los
signos dispersos en una actualidad, esto es, de huellas de realidades históricas que faltaban
porque eran otras. No obstante, el ausente es la forma presente del origen y es en
estrecha relación con lo que hay de mito en la historia, en la medida que mediante la
historia “el lenguaje se ha enfrentado con su origen (Certeau, 2003, p.63). La muerte
vuelve posible la relación de cada discurso con ella, el origen es un lapsus, lo cual forma
parte de la inteligibilidad pero que no forma parte de un objeto enunciado. El discurso
histórico es un decir que se sostiene sobre lo irrecuperable y por eso lleva a cabo su propio
duelo. De ahí que el discurso de las ciencias del otro (historia, etnología, mística y
psicoanálisis) sea uno patológico: discurso del pathos de la calamidad y la accn
apasionada que se traduce en una confrontacn con la muerte que, así como el cuerpo
desde hace siglos obsesiona a Occidente, y a la que nuestra sociedad ya no considera como
un modo de participacn en la vida.
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