Revista Pelícano Vol. 2. El vuelo del Pelícano
ISSN 2469-0775 - pelicano.ucc.edu.ar – Pp. 22-32
Agosto 2016 – Córdoba
Efectivamente, sin su abstracción, sería
imposible contar con regularidades, hacer
previsiones, establecer un orden.
El proceso de institucionalización supone el
surgimiento y despliegue de relaciones
abstractas, en las que las formas concretas y
directas de producción de valores de uso y de
relación personal se ausentan, se esfuman y son
reemplazadas por vínculos impersonales entre
individuos formalmente iguales: propietarios de
mercancías equivalentes u ocupantes de
determinados roles o lugares sociales. Esta
abstracción institucional obtura la corporalidad
mortal y necesitada, y produce un mundo de
relaciones formales donde el cuerpo, la
contingencia y la muerte no cuentan. En
consecuencia, se produce la paradoja de que los
sujetos solo pueden tratarse entre sí a través de
dispositivos abstractos, que median esas
relaciones y que los objetivizan en el acto. Hay
una inadecuación entre el lenguaje, las teorías y
las instituciones, por una parte, y el sujeto, por
otra. En todas esas mediaciones, hay un
tratamiento del sujeto como objeto, que no
corresponde a la sujetividad del sujeto; éste,
como tal, es trascendente a todas sus
objetivaciones, pero sólo resulta aprehensible a
través de ellas y siempre de un modo
inadecuado e imperfecto.
La razón de todo ello se encuentra en que la
condición humana es en sí misma paradójica,
como se aprecia si se enfoca la tensa relación
entre parcialidad y totalidad que la atraviesa. Las
instituciones y los demás dispositivos abstractos
creados por el ser humano son consecuencia,
por una parte, del carácter parcial, fragmentario
y acotado de las relaciones humanas y de la
experiencia directa que podemos tener con el
mundo circundante y, por otra, de la posibilidad
de que disponemos de trascender esa
experiencia inmediata a través de procesos de
abstracción, que dan lugar a totalidades
abstractas, con alcance general: conceptos,
lenguaje, filosofía, ciencias, códigos, leyes, esto
es todo el mundo abstracto de lo que en
términos generales llamamos “instituciones”.
En tal sentido, esas construcciones abstractas –
las instituciones tal como las hemos definido−
representan una marca de la finitud y,
simultáneamente, expresan el anhelo de
infinitud de nuestra existencia.
Como seres finitos, tenemos experiencia
sólo de una parte del mundo y de un momento
del tiempo, pero podemos inferir que ese
momento es una secuencia de otros, y esa parte
se integra a otras, formando una totalidad, que
no es accesible a nosotros a través de la
experiencia; en palabras de Hinkelammert es
una “totalidad ausente”. Del contraste de
nuestra experiencia inmediata con esa totalidad
ausente, inaccesible empíricamente, surge la
conciencia de nuestra finitud. Pero, justo
porque sabemos de nuestra finitud, es que
somos seres infinitos: en consecuencia, se trata
de una infinitud atravesada por la finitud.
Es conocida la imagen del “junco pensante”
a la que apela Blas Pascal para expresar lo arriba
señalado:
El hombre no es más que un junco, el más
débil de la naturaleza; pero es un junco
pensante. No es necesario que el universo
entero se arme para aplastarlo: un vapor,
una gota de agua basta para matarlo. Pero,
aun cuando el universo lo aniquilara, el
hombre sería todavía más noble que lo
que lo mata, porque él sabe que muere y
conoce la ventaja que el universo tiene
sobre él; el universo no sabe nada. Toda
nuestra dignidad consiste, pues, en el
pensamiento (Pascal, 1971, I, p.215).
En efecto, el sabernos finitos nos diferencia
de los demás seres vivos, que son finitos y
mortales como nosotros, pero que no lo saben.
La conciencia de la mortalidad, el saber de la
finitud es una traza inherente a la condición
humana, propia y específica de la única especie
en el planeta que es infinitud atravesada de
finitud. Sabernos finitos nos devela nuestra
debilidad, nuestra mortalidad, que nos iguala en
un sentido con todos los demás seres. Sin
embargo, al mismo tiempo nos diferencia, pues
hace de la muerte humana un fenómeno
particular, no compartido con ninguna otra
especie: una muerte que, por ser sabida desde
que se toma conciencia de la finitud de la
condición humana, se configura como una
experiencia existencial intransferible más allá de
la humanidad misma. Todos los animales son
finitos y mueren, pero sólo el animal humano
sabe de su condición mortal, y por eso su
muerte, imaginada, proyectada, negada incluso,
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