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Cuerpos
Feminicidio: el valor del cuerpo de las
mujeres en el contexto latinoamericano
actual
Feminicidio: The value of women’s bodies
in the current Latin American context
Mariana Berlanga Gayón
1
Universidad Autónoma de la Ciudad de México
Modo de citar: Berlanga Gayón, M. (2015).
Feminicidio: el valor del cuerpo de las mujeres
en el contexto latinoamericano actual. Pelícano,
1. Recuperado de http://pelicano.ucc.edu.ar
/ojs/index.php/pel/article/view/18/11
Resumen
El feminicidio en América Latina obedece a una
lógica sexista y racista que deviene en prácticas
criminales que atentan contra los cuerpos de
mujeres pobres, racializadas y en situación de
precariedad económica. El valor de la vida está
determinado por una estética, pero también por
una política que jerarquiza los cuerpos y que
determina cuáles son las vidas que importan.
Las lógicas del sistema patriarcal-capitalista-
neoliberal se basan en la idea de cuerpos
explotables y desechables, cuyo resultado es un
problema en expansión. Los altos índices de
mujeres asesinadas en contextos
latinoamericanos dan cuenta de la marginación
y la exclusión de un sector de la población que
es valorado solo como fuerza de trabajo o
como mercancía con fines de esclavitud sexual.
Las marcas de raza y sexo, en este sentido, son
determinantes.
Palabras clave: feminicidio, violencia, cuerpo,
estética, política.
Abstract
Feminicidio the patterned murder of women in
Latin America occurs within a sexist and racist
logic that leads to criminal practices that are
leveled against the bodies of women who are
1
Doctora en Estudios Latinoamericanos (UNAM).
Docente-Investigadora en la Universidad Autónoma de
la Ciudad de México, Plantel San Lorenzo Tezonco.
poor, racialized, and living in precarious
economic conditions. The value of life is
determined by an aesthetic, but also by a
politics that ranks bodies and determines which
lives matter. The logics of the
patriarcal/capitalist/neo-liberal system are
based on the idea of exploitable, throw-away
bodies, the result of which is an ever-growing
problem. The high murder rate for women in
Latin American contexts are an indication of
the margination and exclusión of a sector of the
population that is valued only for cheap labor
and as merchandise whose purpose is sexual
gratification (for men) in conditions of
enslavement (for women). The branding of race
and sex, in this sense, is a determining factor.
Keywords: Violence, feminicidio, body, aesthetic,
politics.
Cuando entré a la morgue, mi hija María
Isabel estaba acostada sobre una cama de
lo más rústico. Mi hija, desnuda. La habían
violado, la habían estrangulado, tenía las
señas de que la habían ahorcado. Tenía
marcadas las señas. Tenía dos toallas
alrededor de la cabeza, la habían ahorcado
también con una soga, la violaron, le
fracturaron la pierna izquierda, desde la
ingle hasta abajo. Las uñas casi cercenadas
y tenía un montón de hoyitos en las
muñecas; ya no quise ver más (R. Franco,
entrevista personal, 7 de agosto de 2007).
El feminicidio en América Latina da cuenta de
una jerarquización de los cuerpos en nuestras
sociedades que derivan en prácticas criminales.
Esta jerarquía es la que configura los marcos
ontológicos que determinan la vida y, por lo
tanto, la muerte. La valoración de los sujetos
está dada por una clasificación social que se
establece a partir del género, la raza, la clase
social, el estatus migratorio y la edad. El cuerpo
y su apariencia son determinantes en territorios
que han tenido y tienen un lugar marginal en el
sistema capitalista, ahora en su fase neoliberal.
Hay una estética dominante que es la que
determina qué tipos de vidas son las que
importan, pero también la que marca qué
sujetos son prescindibles o desechables en un
sistema que se basa en la explotación de los
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recursos naturales, pero también de la fuerza de
trabajo. La población originaria, en este sentido,
suele ser la más vulnerable puesto que es la
población explotable por definición. La estética
es política cuando nos referimos al derecho a la
vida en sociedades latinoamericanas.
Cuando hablamos de feminicidio en nuestra
región, es importante destacar que estos
asesinatos se llevan a cabo en países que tienen
una historia de colonización. Este dato a veces
se olvida por considerar que la violencia contra
las mujeres ha existido siempre. Para entender
por qué se ha normalizado el feminicidio en
América Latina, tenemos que abordar la
especificidad de una región que tuvo una
historia de colonización, una inserción en el
capitalismo como proveedora de materias
primas y mano de obra, y que atravesó por
procesos múltiples: evangelización, esclavitud,
guerras de independencia, guerras civiles,
dictaduras, etc.
La tarea aquí es definir cómo, bajo qué
dispositivos culturales y materiales
específicamente, contra qué tipo de cuerpos se
despliega la violencia contra las mujeres, que
además, es constitutiva de nuestros estados
nacionales latinoamericanos. No olvidemos que
el proceso de colonización se realizó también a
partir de la violación masiva de mujeres,
práctica con la que los hombres europeos
consolidaban el proceso de dominación sobre
los pueblos americanos.
El concepto de colonialidad del poder,
acuñado por Aníbal Quijano, pero retomado
por algunas feministas latinoamericanas como
“colonialidad de género” (María Lugones,
2008), sirvió para ubicar estas dimensiones de la
opresión de las mujeres en el contexto
latinoamericano. Como lo explica Breny
Mendoza:
La colonialidad del poder y la colonialidad
de nero operan a nivel interno en
América Latina también. Como nos dicen
los postoccidentalistas, la independencia
no significó una descolonización en
nuestras sociedades. Al final de cuentas,
existe una alianza entre los hombres
colonizados con los colonizadores que
oprimen a las mujeres en las colonias, tal
como lo han identificado Lugones y
muchas feministas latinoamericanas.
Existe, además del pacto entre los
hombres blancos y el pacto colateral entre
hombres y mujeres blancas occidentales,
otro pacto en el corazón de América
Latina que debe ser profundamente
analizado por las feministas
latinoamericanas (Mendoza, 2010, p.29).
¿Cómo se manifiestan las relaciones de
poder en el marco del género en espacios
colonizados? En estos registros densos de
inequidad, ¿Cuál es el efecto de la división
internacional de trabajo en los distintos tipos de
cuerpos? ¿Cuál es la estética que se privilegia?
¿Cómo se traducen esos privilegios-exclusiones
en la realidad material de las personas?
Una de las aportaciones de la categoría de
género tienen que ver, precisamente, con el
hecho de que ahora sabemos que se trata de
una identidad que es construida social y
culturalmente, de ahí que Simone de Beauvoir
(2008) escribiera que: “no se nace mujer”, frase
que cuestionó por primera vez la esencia o
naturaleza de la feminidad y la masculinidad.
Por lo tanto, no se nace, “se hace” mujer.
Lo que sabemos a partir de estas
pensadoras, es que la masculinidad (como la
feminidad) no está dada, sino que debe
conseguirse y para preservarla es necesario
demostrarla reiteradamente, hacerla posible,
administrarla cotidianamente.
Habría que considerar también la dimensión
política de la vida. No todas las personas están
igualmente expuestas a la violencia, pues no
todas las vidas son igualmente valoradas. La
noción de precariedad, en este caso, nos sirve
para entender por qué en nuestras sociedades,
algunas personas son más vulnerables que
otras. Como afirma Judith Butler, la
precariedad de la vida puede llevar a la muerte:
I propose to consider a dimension of
political life that has to do with our
exposure to violence and our complicity in
it, with our vulnerability to loss and the task
of mourning that follows, and with finding
a basis for community in these conditions
(Butler, 2006, p. 19)
2
.
2
Propongo considerar una dimensión de la vida política
que tiene que ver con nuestra exposición a la violencia y
nuestra complicidad con la misma, con nuestra
vulnerabilidad a la pérdida y la tarea de duelo que le sigue,
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Puesto que todas las vidas son
interdependientes, el orden social es el que se
encarga de garantizar la sobrevivencia de las
personas. La existencia de los seres humanos
solo es posible en comunidad, pero al mismo
tiempo está definida por normas,
convenciones, códigos sociales y políticos
que hacen que esta precariedad sea
distribuida de manera diferenciada:
The “being” of the body to which this
ontology refers is one that is always given
over the others, to norms, to social and
political organizations that have
developed historically in order to
maximize precariousness for some and
minimize preciariousness for others. It is
not possible first to define the ontology of
the body and then to refer to the social
significations the body assumes. Rather, to
be a body is to be exposed to social
crafting and form, and that is what makes
the ontology of the body a social ontology
(Butler, 2010, p. 3)
3
.
En la ontología del cuerpo está implícita
toda una serie de significaciones sociales. Pero
si aceptamos que la precariedad de las vidas
está definida por una serie de valores,
entonces podemos decir que está atravesada
por el nero. Simplemente, hay que pensar
qué tipo de cuerpos son los más valorados en
nuestras sociedades. Esta diferenciación
engendra violencia, y por ende,
vulnerabilidad.
Por otro lado, debe tomarse en cuenta que
las identidades de género son dependientes
entre sí, es decir, la feminidad depende de la
masculinidad y viceversa. Una identidad se
reafirma a través de la otra, puesto que son
y con la búsqueda de una base para la comunidad en estas
condiciones [Traducción propia].
3
El ser del cuerpo al que se refiere esta ontología es el
que siempre le es dado a los demás, a las normas, a las
organizaciones sociales y políticas que se han
desarrollado históricamente con el fin de maximizar la
precariedad para algunos y minimizarla para otros. No es
posible definir la ontología del cuerpo primero y luego,
hacer referencia a los significados sociales que el cuerpo
asume. Más bien, ser un cuerpo implica estar expuesto a
la elaboración social y su forma, y eso es lo que hace la
ontología del cuerpo una ontología social [Traducción
propia].
complementarias. En este sentido, no es
casual que una mujer que se desvía de lo
considerado como femenino, “se pone en
riesgo”, pues puede decirse que de manera
casi automática los hombres que la rodean
sienten que su masculinidad está amenazada.
Según Rita Laura Segato, los crímenes
sexuales sirven para reiterar la dominación
masculina, para “forzar” el retorno a la
norma. De acuerdo con ella:
El estatus masculino, como lo demuestran
en un tiempo filogenético los rituales de
iniciación de los hombres y las formas
tradicionales de acceso a él, debe
conquistarse por medio de pruebas y la
superación de desafíos que, muchas veces,
exigen incluso contemplar la posibilidad
de la muerte. Como este estatus se
adquiere, se conquista, existe el riesgo
constante de perderlo y, por lo tanto, es
preciso asegurarlo y restaurarlo
diariamente (Segato, 2003, p. 38).
El ritual, según el diccionario de la Real
Academia Española (RAE, 2015), es una
costumbre o ceremonia que se repite. ¿Puede
decirse, entonces, que el acto de violar y el
acto de matar también son performativos?
¿Será que ambos garantizan la conservación
de la norma, restituyen la autoridad y
restauran el estatus? ¿En qué momento la
norma se modifica para matar a otros
hombres de forma espectacular?
Lo cierto es que la actuación permanente
le da al feminicidio una dimensión de
teatralidad, que será muy importante
considerar, pues en muchos de los casos, los
cadáveres de mujeres (con huellas de violencia
extrema) son exhibidos públicamente. En ese
momento, el teatro cotidiano se vuelve
espectáculo público. Recordemos que fue,
precisamente, el aspecto serial (repetición) de
estos asesinatos junto con la exhibición de los
mismos en lugares públicos (teatralidad), lo
que comenzó a llamar la atención en el caso
de Ciudad Juárez.
Puede ser que en este carácter performativo
se encuentren algunas de las claves para
entender el feminicidio como: actuación,
repetición y norma. En su dimensión
gramatical, de acuerdo con Segato (2007), se
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relaciona directamente con la obtención y
preservación del estatus masculino.
Para Segato, el feminicidio dice mucho de
las relaciones de poder entre hombres y
mujeres, pero sobre todo, dice mucho de la
relación de los hombres con otros hombres
(Segato, 2007, p.41). De acuerdo con ella, el
mensaje más importante en el acto feminicida
no es el que dirige el victimario a su víctima,
sino el que manda el asesino a sus pares:
En ese sentido, no es a la víctima a quien
dirigen su discurso los perpetradores, sino
a sus pares, en una demostración de
capacidad de muerte y de crueldad
probada en la víctima, que los habilita a
participar de la hermandad mafiosa, en la
cual se da un pacto de semen, un pacto de
sangre en la sangre de la víctima, que sella
la lealtad de grupo y, con esto, produce
impunidad (Segato, 2007, p. 39).
Segato, en un análisis previo sobre la
violación callejera, ya había advertido esa
dimensión expresiva que refiere a la
construcción de la masculinidad en sociedades
patriarcales, en donde los hombres actúan
violentando a una mujer para ser “vistos” por
otros hombres. Así lo explica Rita Segato:
En su fantasía aquí representada de
manera performativa, el violador intenta
presentarse como más seductor o más
violento, pero siempre frente a otros, sean
éstos sus competidores y pares en la
escena bélica entre hombres que es el
horizonte de sentido de la violación, o la
mujer transgresora que lo emascula y lo
hace sufrir (Segato, 2007, p. 34).
La performatividad de género, desde esta
perspectiva, puede ser entendida como una
acciónactuación de ciertos hombres, que se
explayan en la búsqueda del reconocimiento de
otros hombres que tienen su mismo estatus.
Dicho de otra forma, estos crímenes de
hombres tendrían como principales
interlocutores a otros hombres que están en
esa misma batalla por la consecución y
manutención del poder.
En el caso de los llamados feminicidios
íntimos, es decir, los que suceden al interior del
hogar, esta dimensión expresiva no es tan
clara. Sin embargo, se podría argumentar que
en la fantasía de los hombres feminicidas
también están otros hombres. Esa necesidad
de reafirmar la propia masculinidad está
presente, aunque el acto comunicativo no sea
tan explícito.
La propia opinión pública se hace cómplice
de este mandato al poner en duda la reputación
de las víctimas: “¿Qué habrá hecho para
merecerlo?” “No lo obedeció” “Le era infiel”
“Se lo buscó”, son algunas frases que suelen
justificar el asesinato de una mujer por parte de
su marido, novio o amante.
Siguiendo la línea de pensamiento de
Segato, vemos que la demostración del poder
cobra sentido, sobre todo, cuando la propia
masculinidad se ve amenazada. Las mujeres
pueden hacer que la masculinidad de un
hombre se vea disminuida cuando no
mantienen una actitud de subordinación,
cuando lo cuestionan, cuando se salen de su
control, en síntesis, cuando ejercen su
autonomía.
Sin embargo, los hombres también pueden
amenazar la masculinidad de otros, por
ejemplo, cuando un hombre blanco hace sentir
su poder frente a un hombre negro o indígena.
El mismo proceso se da entre hombres de
distinta clase social o entre vencedores y
perdedores de una guerra. Segato lo explica así:
“(…) el sujeto no viola porque tiene poder o
para demostrar que lo tiene, sino porque debe
obtenerlo” (Segato, 2007, p. 40).
Ser hombre significa, entonces, tener que
mantener un status de poder, y hace falta llevar
a cabo una serie de acciones de forma reiterada
para obtenerlo o para no perderlo. Por lo
tanto, no es casualidad que para los mandatos
de violación y de feminicidio, la repetición y el
desvío juegan un papel crucial. Las mujeres
vendrían a ser la “cita” de cada uno de estos
actos individuales. Dice Segato:
La violación siempre es una metáfora, una
representación de una escena anterior, ya
producida y a la cual se intenta
infructuosamente regresar. Es una
tentativa de retorno nunca consumada.
Consumición que pone en escena la
saciedad pero no la alcanza. De allí su
serialidad característica, su ciclo habitual
de repeticiones (Segato, 2003, p. 42).
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En el análisis del feminicidio, es importante
tener en cuenta otro elemento analizado por
Rita Segato y es el de la asociación entre
cuerpo femenino y territorio. Desde su punto
de vista, el feminicidio se explica como una
forma de dominio territorial desde una lógica
patriarcal: “La significación territorial de la
corporalidad femenina equivalencia y
continuidad semántica entre cuerpo de mujer y
territorio son el fundamento de una cantidad
de normas que se presentan como
pertenecientes al orden moral” (Segato, 2007,
p. 40).
No es casualidad que en el momento actual
en Latinoamérica exista una disputa de
territorios por parte de las distintas mafias o
cárteles del narcotráfico. El caso de México es
evidente, pero también el de Guatemala, donde
existen pandillas juveniles en las que se
establecen rituales de paso.
El cuerpo femenino ha constituido, a lo
largo de la historia, un lugar de escritura para
delimitar territorio. Es, por lo tanto, el terreno
material en el que tiene cabida la dimensión
expresiva o, en este caso, el acto performativo.
Esta metáfora, que se recrea en el patrón de
feminicidio de Ciudad Juárez, Chihuahua, y
que también aparece en Centroamérica, se ha
caracterizado por cadáveres expuestos en la vía
pública que aparecen con firma, lo que nos
indica que hay una intención comunicativa.
Según Segato:
(…) cuando no nos quedan otros, nos
reducimos y remitimos al territorio de
nuestro cuerpo como primer y último
bastión de la identidad, por ello la
violación de los cuerpos y la conquista
territorial han ido y van siempre de la
mano, a lo largo de las épocas más
variadas, de las sociedades tribales a las
más modernizadas (Segato, 2007, p. 40).
La periodista Diana Washington describió
así los mensajes inscritos en los cuerpos
muertos de mujeres en la frontera norte de
México:
Sólo un grupo altamente organizado
podría llevar a cabo crímenes a tal escala,
y con una secuencia de delitos como el
secuestro, violación, tortura, asesinato, así
como almacenamiento y traslado de
cadáveres (…). Es posible que los
homicidas sembraran los cuerpos en
determinados lugares para establecer una
postura política, para emitir una especie de
mensaje hacia la comunidad, para
avergonzar o perjudicar a terratenientes
bien intencionados, o como una forma de
comunicación entre ellos mediante una
clave macabra (Washington, 2005, p. 70).
Fuera cual fuera el mensaje, lo interesante
aquí es esa dimensión expresiva, la emisión de
una señal que va destinada a un receptor que es
quien, finalmente, le da sentido al acto. Los
hombres, en este caso, los asesinos y sus pares,
son los sujetos que se comunican mediante
este tipo de crímenes.
En otras palabras, puede ser que sea así,
con este tipo de códigos, como los hombres se
ganan el respeto y la admiración de otros
hombres. Puede que sea la forma en que
refrendan y perpetúan su poder. Porque así, se
hacen visibles frente a sus amigos, sus
contrincantes y sus posibles víctimas. A
delimitan “su” territorio. La visibilidad, por lo
tanto, estaría claramente intrincada con el
poder. Para intentar profundizar en la reflexión
de lo que el feminicidio significa, habría que
ahondar en el concepto de cuerpo en su
materialidad, pero también en sus múltiples
significados.
Cuerpo
Para analizar la noción de cuerpo, se describirán
primero los procesos (que van de la vida a la
muerte) de cuerpos de dos mujeres con nombre
y apellidos, dos casos emblemáticos del
feminicidio en México y Guatemala.
El cuerpo de María Isabel Véliz Franco,
joven guatemalteca, quien fuera secuestrada el
15 de diciembre de 2001 y encontrada asesinada
tres días después, es la prueba tangible de la
violencia desencarnada a la que puede ser
sometida una mujer latinoamericana, en este
caso, guatemalteca, hoy en día.
Según, el informe de la Fundación
Sobrevivientes, María Isabel era una
adolescente de quince años, “alta, delgada, tez
blanca y pelo castaño. Acababa de terminar el
tercer grado de educación básica, en la Escuela
Superior de Informática en la calle 11-26 zona
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1. (Este es un colegio mixto). Era una niña
alegre, divertida y amigable. Le gustaba
arreglarse bien” (R. Franco, entrevista personal,
7 de agosto de 2007).
Así lo cuenta Rosa Franco madre de María
Isabel Véliz:
Estaba en que quería estudiar para piloto
aviador. Yo le decía vos estás loca, y ella
decía sí, voy a ser astronauta. Era muy
activa y cuando me miraba sola me decía,
mamá, ¿por qué no te hacés de un novio?
Mirá, ahí está fulano de tal. Mirá, mi papá
tiene otra. Cuando yo llegaba, era la única
de mis hijos que me esperaba (R. Franco,
entrevista personal, 7 de agosto de 2007).
Las mujeres asesinadas, tanto en México
como en Guatemala, como en cualquier lugar
del mundo, no son sólo cifras, como se les ha
querido ver. Las mujeres asesinadas son o
fueron personas en primer lugar; cuerpos de
sujetos que tienen un lugar preponderante en
nuestras sociedades. En el caso de María Isabel,
ella era una mujer joven, trabajadora, que
luchaba día con día para abrirse paso en un país
en donde la pobreza y la descomposición social
constituyen una regla más que una excepción.
El caso de Lilia Alejandra García Andrade,
asesinada en Ciudad Juárez, Chihuahua en ese
mismo año, es muy similar. Lilia Alejandra tenía
diecisiete años cuando fue asesinada, en febrero
de 2001. Según Diana Washington, de acuerdo
a la necropsia practicada al cuerpo de la joven,
“llevaba sin vida sólo unas pocas horas antes de
ser descubierta por transeúntes el 20 de febrero.
Fue violada tumultuariamente antes de ser
estrangulada” (Washington, 2005, p. 203).
Alejandra era una joven madre de dos hijos,
trabajadora de una maquila, hija de Norma
Andrade, con quien vivió hasta el 14 de febrero
del 2001, día en que la secuestraron. De
acuerdo a la descripción de Norma, Alejandra
era morena, delgada y hacía hasta lo indecible
para sacar adelante a sus hijos, ella tenía
muchos pasatiempos. Así lo cuenta su madre en
el documental Bajo Juaréz:
Qué no jugaba mi hija, quisiera yo saber:
Jugaba basquetbol, andaba en el equipo de
las porras. Dios de mi vida, en qué no
andaba esa hija mía. A concursar en
poesía, en oratoria, en canto (N. Andrade,
referencia documental, p. 2007).
María Isabel le había pedido permiso a su
mamá, Rosa Franco, para trabajar en una
boutique durante las vacaciones de diciembre,
era el segundo año que lo hacía para sacar un
poco de dinero y ayudar a su familia. Lilia
Alejandra, en cambio, trabajaba de planta en
una maquiladora, a la cual se dirigió el día en
que fue secuestrada. En palabras de Norma
Andrade:
Doce horas. Trabajaba de siete de la
mañana a siete de la tarde. Alejandra
sacaba una semana de 450 y otra de 500.
Yo creo que sí, que su trabajo se le
llegaba a hacer pesado. De hecho, una
vez llegó con las manos llenas de callos
(N. Andrade, referencia documental,
2007).
Mientras que Lilia Alejandra García Andrade
era mexicana, habitante de una de las ciudades
de la frontera de México, María Isabel Veliz
Franco de origen guatemalteco, vivía justo en la
capital de su país. A pesar de que Lilia
Alejandra era madre soltera, las dos tenían en
común el ser jóvenes, atractivas, y sobre todo,
pobres. Las dos desaparecieron en un día
normal de trabajo, como lo explica la periodista
Diana Washington: “Las mujeres desaparecen
en el curso de sus tareas normales. Van a la
escuela o van al trabajo, salen de la escuela o
salen del trabajo, en su día normal” (D.
Washington, referencia documental, 2007).
Los dos cuerpos, tanto el de María Isabel
como el de Lilia Alejandra, fueron encontrados
en un lugar público. Los dos mostraron signos
de violación y tortura. A la fecha, los dos casos
permanecen impunes. Habría que preguntarse:
¿Qué significa un cuerpo violentado y muerto
como el de estas dos jóvenes?
Para empezar, hay que decir que pensar el
cuerpo es también pensar en un sujeto sexuado,
en un sujeto corporalizado. Más aún, el cuerpo
humano nos remite a un sujeto consciente.
Aunque hablemos de un sujeto colectivo,
también tenemos que recurrir al imaginario del
cuerpo: mujeres, ancianos, niños, indígenas,
afroamericanos, etc. Resulta difícil imaginar un
sujeto, aun cuando éste sea colectivo, sin
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recurrir al referente del cuerpo. Cuerpo y sujeto
no pueden concebirse de manera separada, de
ahí la importancia de ver, tocar y leer estos
cuerpos asesinados.
El cuerpo de las mujeres, pensando en ellas
como seres humanos y como sujetos, no deja
de ser cuerpo. Aunque, como ya lo han
expresado algunas feministas latinoamericanas
como Ximena Bedregal, decir cuerpo no es
poca cosa. En palabras de la autora:
El cuerpo es el único instrumento; él
contiene nuestra energía auto consciente
que traduce todas las otras energías: la
espiritualidad, la sexualidad, la creatividad.
Con nuestro cuerpo hilamos lo íntimo, lo
privado y lo público. Siendo el cuerpo
quien testimonia el maltrato, tenemos que
indagar lo que pensamos de él (Bedregal,
1993, p. 13).
Habrá quienes defiendan la idea de que
cuerpo es sinónimo de naturaleza. Sin embargo,
esto representa una postura patriarcal, ya que
por más que aludamos a la biología en un
sentido estricto, el ser humano difícilmente
escapa de lo impuesto por la cultura y los usos
sociales. Incluso, el cuerpo que responde a la
materialidad del ser humano está modelado por
lo cultural, por los significados que se le
atribuyen, por el ejercicio que se hace de él,
pero sobre todo, por la socialización del mismo.
Desde que nacemos, son otros seres humanos
los que deciden los alimentos, los cuidados, la
vestimenta y también los comportamientos que
se van dando a lo largo de su crecimiento.
En un contexto donde prevalece la lógica del
sistema patriarcal-capitalista-neoliberal, la
naturaleza está concebida como objeto de
dominación. Así Margarita Pisano nos alerta
sobre esta trampa:
Nuestro cuerpo, al leerlo solamente como
naturaleza, pasa a ser otro campo de
dominio. Sin embargo, el cuerpo tiene la
capacidad del sentir y del emocionar; es el
único instrumento con que tomamos la
vida. A través de la historia, el cuerpo ha
sido y es el lugar político por excelencia, es
uno de los lugares desde donde podemos
retomar las pistas para transitar a otra
cultura que lo contenga y no lo niegue
(Pisano, 1995, pp. 17-18).
Hablar de cuerpo, sin embargo, no es fácil,
pues a pesar de su materialidad, es difícil de asir,
de encerrarlo en un concepto, porque como
dice Rodrigo Parrini: “Si bien se destaca su
materialidad última, justamente es ella la que no
habla. El cuerpo limita con el silencio” (Parrini,
2007, pp. 18-19).
Tal vez se deba a ese silencio, y a su
ineludible presencia, que el cuerpo sea el lugar
de significación por excelencia. En todo grupo
humano, en cualquier cultura, en el instante en
que un ser humano se coloca frente a otro, el
cuerpo se convierte en lenguaje y a la vez en
texto. ¿Por qué? Porque al cuerpo se le lee a la
vez que se le impregna de significación, al igual
que a las palabras, que también parten del
cuerpo, es decir, de la lengua. El cuerpo de las
mujeres en una sociedad patriarcal es leído
como fuente de vida y de placer, no para ellas
mismas, sino para el sujeto masculino al que
supuestamente deben entregarse, sea éste un
individuo o una institución, por la simple y
sencilla razón de poseer un cuerpo femenino,
en palabras de Simone de Beauvoir: “Él es el
Sujeto, él es lo Absoluto: ella es el Otro”
(Beauvoir, 1987, p. 12).
En su libro Sexualidades migrantes, Diana
Maffía nos recuerda que:
Afirmar que los sexos son dos, es afirmar
también que todos estos elementos irán
encolumnados, que el sujeto tendrá la
identidad subjetiva de género de su sexo
anatómico y cromosómico, lo expresará y
aceptará los roles correspondientes, y hará
una elección heterosexual. Lo que escape a
esta disciplina se considerará perverso,
desviado, enfermo, antinatural, y será
combatido con la espada, con la cruz, con
la pluma, con el bisturí y con la palabra
(Maffía, 2003, 6).
La referencia de Maffía es pertinente porque
en la mayor parte del mundo, pero sobre todo,
en América Latina, el cuerpo femenino ha sido
leído también como pertenencia, propiedad
privada, territorio, y por lo tanto, como “el
lugar” para ejercer la dominación y el poder. En
ese sentido, es necesario establecer la analogía
entre la colonización llevada a cabo en América
Latina por imperios europeos, y la posesión y
violación de sus mujeres. Como lo explica la
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filósofa afrobrasileña Sueli Carneiro: “La
violación colonial perpetrada por los señores
blancos a mujeres indígenas y negras, y la
mezcla resultante está en el origen de todas las
construcciones sobre nuestra identidad
nacional” (Carneiro, 2005, pp. 21-22).
Araceli Barbosa también explica el proceso
de colonización a partir de la violación de
cuerpos:
Una vez que el hombre europeo pudo
confrontarse con el Otro y lograr
vencerlo, se asume como un “ego”
descubridor, colonizador, que cobraría su
máxima expresión a través del soldado
conquistador, poseedor de un “ego”
violento y guerrero, pero también
poseedor de un “ego fálico”, que impone
su individualidad para someter al Otro
mediante la dominación de los cuerpos
(Barbosa, 1994, p. 14).
Actualmente, la situación no ha cambiado
gran cosa. Al cuerpo de las mujeres
latinoamericanas que son víctimas del
feminicidio, se le lee en un primer momento
como fuerza de trabajo, explotado en la
producción y la reproducción de un sistema que
sólo privilegia al gran capital, pero en un
segundo momento, es visualizado como agente
activo, que goza ejerciendo su autonomía y que
en determinado momento, amenaza con
transformar desde sus entrañas a una sociedad
tradicional y machista.
Los cuerpos de mujeres jóvenes son los más
resistentes, los que pueden aguantar más horas
de trabajo en condiciones infrahumanas. Son
estos cuerpos, los que a su vez, provocan mayor
excitación sexual en una cultura en donde el
sexo tiene una connotación de posesión y
pertenencia.
El componente sexual sirve para entender la
lógica de los llamados feminicidios, pero
también, no se debe pasar por alto, para
ubicarlos en su contexto, es decir, en países en
donde las redes de prostitución y pederastia, y
la trata de personas constituyen algunos de los
negocios más redituables para fortalecer al gran
capital.
El cuerpo de las mujeres entonces, no sólo
es visto como fuerza de trabajo fabril, sino
como cuerpo-cosificado-para-el-placer, y con el cual,
se pueden obtener cuantiosas ganancias. En
ambos casos, el cuerpo femenino es visto como
objeto, como un medio para obtener ganancias,
poder, intercambio de símbolos con otros
hombres, de ahí que estas mujeres que le son
indispensables al funcionamiento del sistema
(mujeres pobres, mujeres obreras, mujeres sin
casa, mujeres prostitutas) sean las mismas con
las que se acaba ensañando. El cuerpo de estas
mujeres es el punto en el que se evidencia la
contradicción de un sistema; un sistema que
requiere de la vida, pero que en un momento
dado necesita la muerte para reproducirse.
Recordemos las palabras de Lydia Cacho en
la introducción de su libro Los demonios del Edén:
“Aquí mostraremos el sustrato cultural de la
misoginia y el intrincado tejido que une a un
abusador sexual con el crimen organizado, bajo
el cobijo de la impunidad y la corrupción
policiaca” (Cacho, 2006, p. 15).
La fórmula maquila-red de pornografía-
gobierno, que descubre Lydia Cacho y la cual,
muestra con nombres y apellidos (Kamel Nacif-
Jean Succar Kuri-Mario Marín, en este caso) es
seguramente la misma que aplica para garantizar
la impunidad en el caso de los llamados
feminicidios: Una confabulación entre
empresarios, crimen organizado y los distintos
niveles de poder (desde el estatal hasta el
federal) es lo único que puede garantizar que
los derechos humanos de mujeres y niños sean
violentados con el único fin de fortalecer
económicamente a los tres poderes
involucrados.
Las redes de pornografía al igual que el
feminicidio, sólo son posibles en un “clima de
frontera”, entendiendo por frontera un espacio
físico-simbólico donde existe la duda sobre el
poder o los poderes que gobiernan. Lydia
Cacho lo describe así:
Las regiones de frontera, en este sentido,
no necesariamente están en una frontera
político-territorial con otro estado o país.
El término se refiere a una zona que es
tierra de nadie, por lo general salvaje,
alejada, despoblada, no sujeta al control
político; donde cada quien toma la ley en
sus manos y se hace justicia a su modo;
donde florece de manera natural toda clase
de vicios, incluyendo, en primer lugar, por
supuesto, la corrupción, seguida de la
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violencia indiscriminada, la fuerza, el
abuso, el engaño, el fraude, etc. (Cacho,
2006, p. 24).
La frontera aludida en Los demonios del Edén
es Cancún, Quintana Roo, una ciudad turística
sin raíces, construida ex profeso para el
esparcimiento. Sin embargo, con la entrada del
neoliberalismo, las fronteras resultan
inconmensurables en la medida en que el
sistema globalizador se ufana precisamente de
derribarlas, aunque el proceso que desata las
ensancha hasta “fronterizar” todos los espacios
que en otrora eran contenidos por un estado-
nación y sus leyes.
No todas las mujeres somos igual de
susceptibles de ser asesinadas (aunque en
realidad ninguna puede sentirse a salvo), pues el
blanco son las mujeres más vulnerables, y la
vulnerabilidad del cuerpo se remite
forzosamente a la identidad.
Las mujeres asesinadas en contextos
latinoamericanos suelen ser “las otras”, como
las ha definido Julia Monárrez:
Afirmo que efectivamente, quienes han
experimentado en la carne de su carne el
dolor atroz, son ellas y ellos, las y los
familiares de las mujeres asesinadas.
Además, en ellas/os también se conjugan
los determinantes de la estructura de la
violencia: las voces que no se escuchan, la
falta de dinero y la falta de poder que las
excluye (Monárrez, 2007, p. 117).
Las otras vendrían a ser las que no tienen
privilegios, las que están fuera de los círculos
del poder, las que no cuentan, pero también las
que no existen, si tomamos en consideración
que están fuera de los marcos visuales y
epistemológicos que enmarcan la vida que
“cuenta”.
La precariedad de la vida que se expresa en
los feminicidios tiene que ver con el valor que
se les asigna a los cuerpos femeninos
racializados, y que se traducen en circunstancias
materiales muy concretas como: pobreza,
explotación y marginación. La precariedad en
este caso está ligada al género en su articulación
a la raza y a la clase fundamentalmente, porque
los marcos epistemológicos desde donde
concebimos la vida, son políticos.
De tal manera que el valor simbólico del
“ser mujer” y del “ser mujer de color o mujer
racializada”, se materializa en la realidad
económica y social de estas personas, que son
vistas como fuerza de trabajo o mano de obra
dócil, según la propia descripción de Norma
Iglesias Prieto en el libro El sufrimiento de las
otras de Julia Estela Monárrez Fragoso
(Monárrez, 2007, p. 117).
Por lo tanto, habría que partir del hecho de
que en nuestras sociedades latinoamericanas,
atravesaron el proceso de colonización y los
reiterados genocidios, han jerarquizado el valor
de las vidas históricamente. Francesca Gargallo
lo explica así:
Como es sabido, en todo territorio donde
se realizó una colonización se ejerció una
brutal represión del modo de vida (y de la
misma) de la población residente. La
represión es una tecnología de
dominación que cimienta una disciplina
pública, que se arraiga en la conciencia
popular y que promueve actitudes
subordinadas y de desconfianza (Gargallo,
2012, p. 59).
Constantemente en América Latina, las
personas que tienen rasgos asociados a la
población originaria son las que tienen vidas
más precarias. Los cuerpos cuya estética
corresponde al fenotipo americano son los
menos valorados, los s expuestos y los más
susceptibles a ser reprimidos.
De acuerdo con el Diccionario de la Real
Academia Española reprimir significa: contener,
refrenar, templar o moderar. Pero también
quiere decir contener, detener o castigar. Por lo
general desde el poder y con el uso de la
violencia, actuaciones políticas y sociales
(DRAE, 2012).
Los cuerpos más susceptibles a la violencia,
por lo tanto, no sólo son los cuerpos femeninos
sino también los cuerpos racializados.
Recordemos que para Judith Butler, la
ontología del cuerpo está dada por la
organización social. Esto quiere decir que el
cuerpo no tiene un valor en mismo, sino que
éste está dado por ciertas normas construidas
históricamente. Los cuerpos están expuestos a
distintas fuerzas sociales y políticas, por lo
tanto, no existen en mismos. Siempre están
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inmersos en un contexto que los preserva o no.
Dice Butler:
(…) to be a body is to be exposed to
social crafting and form, and that is what
makes the ontology of the body a social
ontology. In other words, the body is
exposed to socially and politically
articulated forces as well as to claims of
sociality including language, work, and
desire that make posible the body’s
persisting and flourishing (Butler, 2010, p.
3).
4
Los cuerpos de las mujeres asesinadas, en su
mayoría, suelen ser cuerpos “mal vistos” en
nuestras sociedades, puesto que se “ven” como
inferiores, y por lo tanto, son poco valorados. Y
son, por otro lado, explotados. Traigo de nuevo
a cuento las reflexiones de Aníbal Quijano,
quien nos recuerda el carácter funcional de la
raza, desde el punto de vista de la división
internacional del trabajo:
De ese modo, raza se convirtió en el
primer criterio fundamental para la
distribución de la población mundial en
los rangos, lugares y roles en la estructura
de poder de la nueva sociedad. En otros
términos, en el modo básico de
clasificación social universal de la
población mundial (Quijano, 2000, p.
203).
Cuando pensamos en la vulnerabilidad o
precariedad desde el punto de vista de la
estética, vale la pena pensar cuál es el vínculo
entre el feminicidio y el genocidio,
considerando que los marcos de visibilidad
sirven para justificar la violencia. Según el
Diccionario de la Real Academia Española el
genocidio “implica el exterminio o la eliminación
sistemática de un grupo social por motivo de
raza, de etnia, de religión, de política o de
nacionalidad” (DRAE, 2013).
Estos marcos, por lo tanto, se intersectan
para diferenciar cuerpos masculinos y
4
(…) Ser un cuerpo es estar expuesto a la artesanía social
y su forma, y eso es lo que hace de la ontología del
cuerpo una ontología social. En otras palabras, el cuerpo
está expuesto a fuerzas social y políticamente articuladas,
así como a las demandas de la sociabilidad -incluyendo el
lenguaje, el trabajo y el deseo- que a su vez hacen posible
la persistencia del cuerpo [Traducción propia].
femeninos, pero también cuerpos blancos y de
color. El cuerpo de las mujeres, además, se
asocia a la posibilidad de continuidad o no, de
una raza y una cultura. No olvidemos que la
Conquista de América se realizó en gran parte a
partir del cuerpo de las mujeres. La pregunta
sería: ¿Cómo trazar la frontera entre estos dos
tipos de violencia?
Según Araceli Barbosa (1994), durante la
Conquista solo pocas de las mujeres violadas
llegaban a reproducirse, reproduciendo a la vez
el acto de dominación, ya que la mayoría moría
a manos de los conquistadores durante brutales
violaciones individuales o colectivas, que tenían
como fin demostrar a los vencidos mujeres y
hombres que no tenían ya individualidad
nacional ni derechos.
En el caso concreto de Guatemala, por
ejemplo, se ha demostrado que durante el
conflicto armado de los años 80, se registró un
genocidio contra poblaciones indígenas
acusadas de ser subversivas. No olvidemos que
dicho país centroamericano, sufrió una guerra
civil durante 36 años, debido a una serie de
gobiernos militares impuestos a partir del golpe
de Estado de 1954.
El Estado ejecutó actos que iban
encaminados a exterminar a los pueblos mayas.
Para ello, sin embargo, se sirvió de la violación
sexual y del asesinato de mujeres. La violencia
contra las mujeres en América Latina está
estrechamente ligada al menosprecio por la
raza. Ha sido parte del proceso de dominación,
y en algunos casos, de exterminio, tomando en
cuenta que las mujeres son quienes aseguran la
continuidad de un pueblo o cultura.
En una investigación sobre la violación
sexual contra mujeres mayas durante el
conflicto armado guatemalteco, Amandine
Fulchiron distingue tres tipos de violencia: la
violación sexual (misma que define como
tortura), el feminicidio y el genocidio, como
parte del mismo proceso de represión a las
comunidades indígenas por parte del Estado
guatemalteco. En ese contexto, Fulchiron
afirma que:
La violación sexual fue utilizada por el
Estado para destruir la continuidad
biológica, social y cultural del pueblo
maya a través de los cuerpos de las
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mujeres. Además, el uso sistemático y
masivo de la violación sexual demuestra la
intencionalidad política de someter y
masacrar a mujeres, por el único hecho de
ser mujeres, que se concatena con el
hecho de que eran mayas y pobres en su
gran mayoría, población considerada
como “enemiga interna”. Además de
genocidio, hubo feminicidio (Fulchiron,
2009, p. 142).
Hacer el vínculo entre estos tres tipos de
violencia puede servir también para pensar
cómo se transita del feminicidio a la violencia
generalizada, como ha sucedido en el caso
mexicano durante las últimas dos décadas. Los
asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez, durante
los años 90, inauguraron este tipo de crímenes
espectaculares, en el sentido de que las mujeres
no solamente son ultimadas, sino que sus
cadáveres (con marcas de extrema violencia)
son expuestos en lugares públicos. Puede
decirse que ahí se traspasó la frontera política
entre el asesinato y la exhibición de la violencia.
Años más tarde, en el contexto de lo que se
ha denominado la “guerra contra el
narcotráfico”, es decir, a partir de la guerra que
el gobierno mexicano declaró a los rteles de
las drogas en el 2007 misma que cobró
alrededor de 70 mil muertos en el sexenio de
Felipe Calderón, según declaraciones del
secretario de Gobernación, Miguel Ángel
Osorio Chong, publicado en el periódico La
Jornada, por Fabiola Martínez (Martínez, 2013,
p. 6) ; Las manifestaciones de violencia se
expandieron hacia los cuerpos masculinos,
generalmente jóvenes y pauperizados. El caso
de la desaparición de los 43 estudiantes de
Ayotzinapa es un reflejo fiel de cómo la
sociedad mexicana valora la vida de los jóvenes
racializados y pobres.
¿Puede decirse que estos cuerpos han sido
“feminizados”? Por lo menos han sido tratados
con la misma indiferencia que las mujeres
asesinadas en Ciudad Juárez y en otros estados
del país. Dichos asesinatos tampoco se
investigan, pues los hombres ejecutados en
plena plaza o aquellos que aparecen colgados en
puentes son a su vez estigmatizados por parte
del Estado, que da por hecho que forman parte
del crimen organizado. El propio gobierno
mexicano ha calificado dichas muertes como
“daños colaterales”, lo que quiere decir que
también son muertes inevitables, es decir, que
no merecen ser lloradas.
Como ha escrito Flavio Meléndez Zermeño,
el término “daños colaterales” en mismo ya
habla del menosprecio de ciertas vidas, que de
hecho, no cuentan como vidas puesto que la
pérdida de ellas está justificada:
Designa las vidas humanas que están a un
lado de las que la guerra busca destruir,
pero cuya pérdida se considera justificada
en función de los objetivos que esa guerra
persigue; las vidas de quienes estaban “en
el lugar y en el momento equivocados”,
desde la perspectiva del imperativo de una
acción armada para el que esas vidas no
cuentan como tales sino solo como daños
colaterales. Al ser designadas de esta manera
se pierde su especificidad de vidas
humanas singulares para quedar inscritas
en una estadística que justifica por
misma su desaparición al quedar
subordinadas a los objetivos superiores que la
guerra en cuestión persigue (Meléndez,
2012).
En este caso, hay otros marcos
epistemológicos trazados por la propia acción
bélica, que por su propia naturaleza minimiza el
valor de la vida. No obstante, el tránsito entre el
feminicidio y genocidio pudiera estar en esa
afinidad entre cuerpo femenino y territorio a la
que alude Rita Laura Segato. Dicha analogía
llega a darse en los cuerpos masculinos que,
efectivamente, son “feminizados” para
demostrar o hacer evidente la dominación
contra determinados pueblos o grupos. Para
ilustrar este proceso, da como ejemplo las
violaciones por parte del Ejército
estadounidense a prisioneros iraquíes en Abu
Graib y otras acciones llevadas a cabo en
contextos de guerra, que no hacen más que
confirmar la relación colonial entre cuerpo
femenino y territorio, y que puede ir más allá
del sexo de los cuerpos. En palabras de Segato:
La feminización de los cuerpos de los
vencidos mediante su sexualización, como
en la prisión de Abu Graib, y la posesión
forzada de los cuerpos de las mujeres y
niñas con su consecuente inseminación,
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como en las guerras occidentales y
contemporáneas de la ex Yugoeslavia,
confirman la equivalencia permanente
entre cuerpo y territorio. Sometimiento,
sexualización, feminización y conquista
funcionan como equivalentes simbólicos
en el orden bélico patriarcal (Segato, 2007,
pp. 39-40).
Cabe preguntar: ¿Cómo transita la
precariedad de lo masculino a lo femenino? La
sexualización de los cuerpos a la que se refiere
Segato ya sea de mujeres o de hombres se da
sobre todo en cuerpos racializados,
pauperizados o subalternos, es decir, sobre
cuerpos que por alguna cuestión ideológica han
sido devaluados. Los cuerpos que están por
fuera de los marcos de visibilidad. En ese
sentido, son los más vulnerables.
Los cuerpos de las mujeres, sin embargo,
significan la capacidad de reproducción, aque
no es casualidad que la violencia genocida
recaiga también sobre ellas. La desaparición de
un pueblo o una cultura pasa necesariamente
por el control de la sexualidad, la cual, como ya
se mencionó, suele darse a través del
feminicidio, como acto de dominación o castigo
ejemplar. Por eso es que Francesca Gargallo
afirma que: “(…) no hay dominación sin
violencia contra las colonizadas ni hay
clasificación racial y étnica de una población
que no opere en el ámbito de lo sexual”
(Gargallo, 2012, p. 82).
Las mujeres racializadas, como las que
aparecen muertas con huellas de mutilación y
tortura, son más susceptibles de ser sometidas y
sexualizadas, puesto que tienen una posición
específica en la clasificación universal en la
distribución de valor, de posibilidad, de
comunicación y capacidad de hacer sentido. Esa
posición es, precisamente, de subalteridad.
Dicha clasificación no tiene que ver con una
esencia, sino con una historia. En el caso de las
mujeres latinoamericanas, constituye un efecto
directo de la dominación colonial y del lugar
que las mujeres han ocupado históricamente
antes y después de la colonia.
En el contexto actual neoliberal se ha
exacerbado la violencia feminicida en el sentido
de que es un sistema que se sostiene en la idea
de sujetos prescindibles y desechables. Algunas
mujeres son vistas como mercancías, ya que
constituyen cuerpos que no importan, que
tienen marcas de raza y género que las colocan
en un estado de vulnerabilidad que el propio
sistema refuerza. Estas mujeres que no son
vistas como mujeres en el sentido amplio de la
palabra, porque no cumplen con el estereotipo
occidental y porque dentro de la escala social
ocupan el lugar más bajo. Son vidas precarias
como dice Judith Butler (2006), porque no
tienen una red que las sostenga y que vele por
ellas. Simplemente, porque esos cuerpos están
excluidos de los marcos ontológicos en los que
se inserta el concepto de vida de nuestras
sociedades, o por lo menos, la vida que hay que
defender.
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