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Diálogos Pedagógicos. Año XVII, Nº 34, octubre 2019-marzo 2020.
car que esta cultura no es estática, sino que se rehace constantemente y se ve
influida por las identidades docentes que forman parte de ella y que, a su vez, se
van conformando.
El concepto de identidad se refiere al sentimiento que tiene un sujeto de ser
una entidad organizada y diferenciada, separada y diferente respecto de otras,
con continuidad en el tiempo y capacidad de seguir siendo la misma a lo largo de
los cambios. Desde una perspectiva social, Castells (1999) describe la identidad
como un proceso de construcción de significados basado en algún atributo cultural
o conjunto de atributos culturales a los cuales se les da prioridad por sobre otras
significaciones sociales y se refiere a los diversos significados que las personas se
adjudican a sí mismas o los significados que otros les adjudican. Castells entiende
por identidad al "proceso de construcción del sentido que atiende a un atributo
cultural, a un conjunto relacionado de atributos culturales, al que se da prioridad
sobre el resto de las fuentes de sentido" (p. 5). La identidad, desde esta perspec-
tiva, es una construcción social que se inicia a partir o en función de atributos
culturales, y esto -a su vez- instituye la fuente de sentido del actor social.
Una variable muy importante para el logro de una identidad colectiva se refie-
re al estatus que la colectividad posee respecto a ciertos logros (desarrollo huma-
no, cultura reconocida, organización social adecuada, calidad democrática, entre
otros). Ellemers, Van Knippenberg, de Vries y Wilke (1988, citado por Capello,
2015) comentan que, en la medida en que estas características posean mayor
atractivo, propician una mayor identificación entre los miembros del colectivo, mien-
tras que, si se consideran como características de bajo estatus, provocan un pro-
ceso de desafiliación del grupo y de orientación identitaria a otras agrupaciones o
colectividades. La identidad, entonces, no es un concepto coincidente con el con-
cepto de sí mismo o con las memorias autobiográficas. La identidad relaciona a un
sujeto con otros al considerar que comparten atributos o que pertenecen a un
mismo grupo (Turner, 1985; Turner & Oakes, 1986, citados por Capello, 2015). De
modo que el esquema del yo-mismo se relaciona con el del grupo, lo que produce
en el individuo un sentimiento de pertenencia a una entidad superior y comparte
sistemas de valores, de motivaciones y de categorización. Los actos de identifica-
ción están situados, es decir, se producen en contextos concretos, tienen su
dramaturgia propia y, cuando al mismo tiempo son actos de habla, están dirigidos
a interlocutores particulares y tienen una naturaleza inherentemente dialógica
(Bakhtin, 1981, Wetsch, 1991, citados por Capello, 2015).
Hoy, la identidad y su construcción presentan transformaciones. Al respecto,
Bauman (2005) expone que "una vez que la identidad pierde los anclajes sociales
que hacen que parezca 'natural', predeterminada e innegable, la 'identificación' se
hace cada vez más importante para los individuos que buscan desesperadamente
un 'nosotros' al que puedan tener acceso" (p. 58). Por otro lado, Bleichmar (2004)
destaca que la cultura es formadora de identidad, lo cual guarda relación con el
concepto de que la subjetividad no es algo exclusivo del orden de la intimidad,
sino que es producto de la cultura. En relación a la vinculación entre cultura e
identidad, Candau (2008) enfatiza la dimensión temporal y señala cómo se van
entretejiendo la memoria y la identidad de un grupo.
E. M. Rojo, M. P. Seminara, A. T. Aparicio
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