5
*
Profesor de la New York University (NYU), sede Buenos Aires.
**
Profesor de la licenciatura en Relaciones Internacionales en la Universidad Nacional
de San Martín (UNSAM). Becario posdoctoral del Consejo Nacional de Investigaciones
Científicas y Técnicas (CONICET).
Nicolás Comini
*
Alejandro Frenkel
**
Resumen
El presente artículo tiene como objetivo realizar un análisis histórico de
las relaciones cívico-militares en Argentina, tratando de responder dos
interrogantes centrales: 1) ¿cómo se explica la gran cantidad de golpes
de Estado sucedidos en Argentina durante el siglo XX? 2) ¿Cuáles son
los principales elementos que garantizaron casi tres décadas ininterrum-
pidas de gobiernos democráticos, aun habiendo experimentado levanta-
mientos militares y graves crisis económicas? Partiendo de las principa-
Política y Fuerzas Armadas.
Poder, dominación y habitus en
las relaciones cívico-militares
argentinas
Código de Referato: SP.228.XLV/18
http://dx.doi.org/10.22529/sp.2018.45.01
STUDIA POLITICÆ Número 45 invierno 2018 – pág. 5-32
Publicada por la Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales,
de la Universidad Católica de Córdoba, Córdoba, República Argentina.
45 invierno 2018
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STUDIA POLITICÆ
les teorías sobre la conducción política de las Fuerzas Armadas y de los
conceptos de poder, dominación y habitus se asumen dos hipótesis ex-
plicativas: por un lado, que la sucesión de golpes de Estado iniciada en
1930 se debió a un habitus originado durante el proceso de construcción
del Estado nacional, definido por una corporativización del uso de la
violencia por parte de las Fuerzas Armadas. En segundo lugar, que los
cambios en la concepción del poder y su “monopolización” por parte del
Estado a lo largo de la década de 1980 redujeron esa corporativización
del uso de la violencia, dando lugar a un cambio de habitus caracteriza-
do por la estabilidad democrática y la conducción civil y política del
aparato castrense.
Palabras clave: Fuerzas Armadas – Relación cívico-militar – Argentina
– Democracia
Abstract
This article seeks to analyze civil-military relations in Argentina trying to
answer two central questions: 1) How can be explained the coups that
occurred in Argentina during the 20th century? 2) What are the main ele-
ments that ensured almost three continuous decades of democratic go-
vernments, even having experienced military uprisings and economic
crisis? Based on the traditional theories of political leadership, civilian
control of the armed forces and the concepts of power, domination and
habitus we assume two explanatory hypotheses: 1) the succession of
coups is the result of an habitus that begins during the construction of
the national state defined by a corporatization of the use of violence by
the armed forces. 2) Changes in the conception of the power over the de-
cade of 1980 reduced the corporatization of the use of violence, resulting
in a change of habitus characterized by democratic stability and civil and
political control of the military.
Key words: Armed Forces – Civil-military relations – Argentine – De-
mocracy
1. Introducción
C
ARL Schmitt sostiene en su clásica obra El concepto de lo político
que todos los conceptos, ideas y palabras poseen un sentido polé-
mico (Schmitt, 1991). Si esta paráfrasis fuera admitida, podría
afirmarse que el presente es un trabajo polémico que busca articular una
serie de conceptos, ideas y palabras clásicas de las ciencias sociales,
todo ello con el propósito esencial de intentar responder a dos preguntas
centrales: ¿cómo se explica la gran cantidad de golpes de Estado acon-
7
tecidos durante el siglo XX en Argentina? y ¿cuáles son los principales
elementos que garantizaron la vigencia de gobiernos democráticos desde
hace más de 30 años?
Con el propósito de abordar sendos interrogantes se realiza un sucinto re-
corrido por la historia de la teoría del Estado, con la intención de rescatar
algunos de los preceptos tradicionales que argumentan la necesidad de
conducir políticamente al instrumento militar. En ese sentido, un segundo
ejercicio conceptual busca ir más allá de la idea de conducción política y
hacer hincapié en la conducción/control civil de las Fuerzas Armadas y,
en un sentido más amplio, de la política de defensa. Una vez definido el
marco teórico se procede a analizar el caso de las relaciones cívico-milita-
res argentinas, a efectos de identificar las principales razones que contri-
buyeron tanto a que se sucedieran seis golpes de Estado en tan sólo 46
años (1930-1976)
1
como a que transcurrieran 33 años de gobiernos de-
mocráticos (1983-2016), aún con levantamientos militares y graves crisis
económicas y políticas en el camino.
Por último, se enuncian como corolario una serie de propuestas tendientes
al fortalecimiento del proceso de construcción de la conducción política y
civil de las Fuerzas Armadas que ha comenzado a gestarse desde el retor-
no de la democracia, pero que aún presenta múltiples fragilidades.
2. Marco conceptual
2.1. Poder, dominación y habitus
Poder, dominación y habitus representan el tridente conceptual que guía
el marco analítico del presente trabajo. Claro está que, por su propia natu-
NICOLÁS COMINI - ALEJANDRO FRENKEL
1
El primero de ellos fue encabezado por José Félix Uriburu en 1930, dando inicio a la
llamada “Década Infame”. Conocida como la “Revolución del 43”, el siguiente golpe de
Estado sería organizado por un grupo de jóvenes oficiales nacionalistas antiliberales,
quienes pondrían en la presidencia a Arturo Rawson primero, y a Pedro Ramírez, en se-
gundo término. En 1955 se produciría el tercer golpe, cuando la autodenominada “Revo-
lución Libertadora” derrocó al gobierno democrático de Juan D. Perón y puso al frente
del Poder Ejecutivo a Eduardo Lonardi. Con una mezcla de liberalismo económico y
profundo conservadurismo político, la Revolución Argentina inició su marcha en 1966
en manos de Juan Carlos Onganía. Finalmente, 1976 sería el año de inicio de la última y
más represiva de las dictaduras militares, autodenominada como “Proceso de Reorgani-
zación Nacional”, siendo Jorge Rafael Videla el primer jefe de la junta militar.
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STUDIA POLITICÆ
raleza polisémica, cada uno de estos términos ha ido adoptando diferentes
significados con el paso del tiempo, según el ángulo desde el que se si-
túan los sujetos observantes. Se trata de conceptos que, además, han sido
objeto de diversas cargas valorativas y de múltiples representaciones. Es
por ello que, para comprender la vinculación entre los sectores civiles y
militares, resulta necesario demarcar algunos límites de la significación
de estas nociones fundamentales.
Max Weber define al poder como “la probabilidad de imponer la propia
voluntad dentro de una relación social, aun contra toda resistencia y
cualquiera que sea el fundamento de esa probabilidad” (Weber, 1977:
43). Casi un siglo más tarde, John Galbraith, rescatando al sociólogo ale-
mán, señalaría que el poder es la posibilidad de imponer la propia vo-
luntad al comportamiento de otras personas” (Galbraith, 1986: 19). En
ese trabajo propone la existencia de tres instrumentos razonablemente
evidentes del ejercicio del poder: el poder condicionado —que implica
la aceptación de la autoridad y donde la sumisión a la voluntad de los
otros se convierte en la más alta preferencia de quienes se someten—; el
poder condigno —aquel que gana la sumisión mediante la habilidad de
imponer una alternativa a las preferencias del individuo o grupo que sea
lo suficientemente desagradable o dolorosa, de modo que tales preferen-
cias sean abandonadas—; y el poder compensatorio —que ofrece al indi-
viduo una recompensa o pago lo suficientemente ventajoso o concordan-
te para que él renuncie a perseguir su propia preferencia a cambio de la
recompensa— (Galbraith, 1986).
Para abordar la noción de dominación también se vuelve necesario reto-
mar a Weber, quien entiende a la dominación como la “probabilidad de
encontrar obediencia dentro de un grupo determinado por mandatos espe-
cíficos” (Weber, 1977: 170). A diferencia del poder, para que sea efectiva,
la dominación debe ir acompañada de una mínima voluntad de obedien-
cia. En el caso de los Estados-Nación, el sociólogo alemán sostiene que
su subsistencia requiere que los dominados acaten la autoridad que pre-
tenden tener quienes en ese momento gobiernan (Weber, 1995: 84).
El tercer elemento conceptual de utilidad para intentar comprender las
vinculaciones cívico-militares en Argentina es el de habitus. En El senti-
do práctico, Pierre Bourdieu define al habitus como “sistemas de disposi-
ciones duraderas y transferibles, estructuras estructuradas predispuestas a
funcionar como estructuras estructurantes, es decir, como principios gene-
radores y organizadores de prácticas y representaciones”. Ese habitus es
el que genera prácticas individuales y colectivas que aseguran la presen-
9
cia activa de las experiencias pasadas, que “registradas en cada organismo
bajo la forma de esquemas de percepción, de pensamientos y de acción,
tienden [...] a garantizar la conformidad de las prácticas y su constancia a
través del tiempo” (Bourdieu, 2007: 86-88).
2.2. Conducción política de las Fuerzas Armadas: un breve
recorrido sobre sus bases teóricas clásicas
Según determinados enfoques del campo de las Relaciones Internaciona-
les como el realismo o el neoliberalismo, la propia inexistencia de una au-
toridad en el sistema internacional determina que las distintas unidades
políticas se vean en la vital necesidad de garantizar su supervivencia en
un mundo, generalmente, hostil. Sobre este escenario, la guerra ha sido
uno de los principales mecanismos a partir de los cuales dichas unidades
se han multiplicado o han desaparecido a lo largo de la historia.
De los relatos de Tucídides sobre la Guerra del Peloponeso a las crónicas
de la CNN sobre la intervención de Estados Unidos en Afganistán pocas
cosas quedan en común. Una de ellas es la palabra “guerra”. El progreso
histórico, la modernidad, la evolución, han sido acompañadas por profun-
das transformaciones en el aparato militar, necesario para garantizar la se-
guridad de las unidades políticas, ya sea en momentos de guerra o en
tiempos de paz.
Tal ha sido la preocupación por garantizar la seguridad de los países que
el propio Sun Tzu sentenciaba hace más de 3000 años que la guerra era
cuestión de trascendental importancia para las naciones dado que es “don-
de se decide la vida y la muerte de un país, senda que marca su supervi-
vencia o su ruina” (Sun Tzu, 2001: 13). En este sentido cabe preguntarse:
¿sobre quién recae el poder de conducir a las Fuerzas Armadas, en la paz
y en la guerra?
Nicolás Maquiavelo aseguraba que en quien recaía la responsabilidad de
declarar una guerra y de asumir el mando de sus ejércitos no era ni más
ni menos que el propio príncipe. Para el pensador florentino, “un prínci-
pe no debe tener más objetivo ni más preocupación, ni dedicarse a otra
cosa que no sea la guerra y su organización y estudio” ya que los prínci-
pes que han descuidado las armas han perdido sus Estados (Maquiavelo,
2003: 81).
Tiempo después, Thomas Hobbes planteaba en el Leviatán que frente a
un estado de naturaleza caracterizado por una situación potencial de
NICOLÁS COMINI - ALEJANDRO FRENKEL
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guerra de “todos contra todos” resulta necesario erigir un poder común
capaz de defender a los hombres de la invasión extranjera y de las inju-
rias de los unos contra los otros. Ese poder debía desembocar en un
hombre o una asamblea de hombres. Este Leviatán “es el único legisla-
dor y juez supremo de las controversias, y de las oportunidades y oca-
siones de guerra y de paz” y a quien se le debe la obediencia (Hobbes,
2003: 162).
Otro contractualista inglés, John Locke, entendía que el sumo poder de
las comunidades políticas estaba representado en el poder legislativo, es-
tando todos los demás poderes —incluido el Ejecutivo— subordinados a
él. A ese poder legislativo le incumbe dirigir el empleo de la fuerza de la
república para su superviviencia. Al igual que en Hobbes, la obediencia a
la autoridad es un punto clave ya que la “preservación del ejército y, en él,
de la entera comunidad política, requiere de una absoluta obediencia al
mando de cada oficial” (Locke, 2004: 92-95).
Ya en el siglo XIX, Karl Von Clausewitz dejaría la célebre definición de
la guerra —recurrentemente sacada de contexto— como “la continuación
del intercambio político con una combinación de otros medios”. En esta
obra puede apreciarse que la guerra surge siempre como una circunstan-
cia política y por lo tanto la misma se plantea como un acto político (Von
Clausewitz, 2004: 47). En ese marco, el mencionado escritor sostiene que
los objetivos políticos incumben sólo al gobierno, al que los estamentos
militares le deben su obediencia: “La subordinación del punto de vista
político al militar sería irrazonable, porque la política ha creado la guerra
[...] la guerra es sólo el instrumento y no a la inversa. La subordinación
del punto de vista militar al político es, en consecuencia, lo único posi-
ble” (Von Clausewitz, 2004: 288).
Carl Schmitt, por su parte, señalaría que dado que la característica de la
política es la distinción amigo-enemigo, el político está mejor entrenado
para la lucha que el soldado ya que el primero se pasa la vida luchando,
mientras que el segundo sólo lo hace excepcionalmente (Schmitt, 1991:
64). Según el jurista alemán, le corresponde al Estado, la atribución de
determinar quién es el enemigo y combatirlo, por su condición de unidad
esencialmente política.
Por último, son varios los autores que asocian la construcción del Estado
moderno con una suerte de producto secundario de los esfuerzos de los
gobernantes para adquirir los medios para la guerra (Heller, 1974; Tilly,
1992). No obstante ello, ninguno de los diferentes pensadores que han
11
sido abordados a lo largo del presente apartado ha concebido al sector mi-
litar como fuente de poder independiente dentro del Estado. Han sido de
lo más diversas las propuestas, ya sea para controlar o conducir a las
Fuerzas Armadas. Se pensó en el Poder Ejecutivo, en el Legislativo; se
concibió la figura del soberano en múltiples dimensiones; se hizo hinca-
pié en la figura del gobierno. Se hizo constante referencia a la conducción
política de las Fuerzas Armadas como factor determinante de la seguridad
del Estado justamente porque la conducción militar de la política tiende a
provocar la situación exactamente inversa. Es decir, la inseguridad de ese
Estado.
2.3. De la conducción política al control civil
Tras este breve recorrido sobre cómo fue abordada la problemática de la
conducción política de las Fuerzas Armadas en la visión de algunos ex-
ponentes del pensamiento occidental, lo que se busca ahora es ir más allá
de la idea de conducción política y hacer hincapié en la conducción —o
control, según el caso— civil de las Fuerzas Armadas y de la política de
defensa. Esto es, las relaciones cívico-militares en el sentido más amplio
de esta categoría. Es decir, en su sentido teórico, puntualizando algunos
de los trabajos realizados durante los últimos años que merecen ser des-
tacados.
En su obra El Soldado y el Estado, Samuel Huntington plantea que en
cualquier sociedad las relaciones cívico-militares deben estudiarse como
un sistema compuesto por elementos interdependientes, ya que estas rela-
ciones surgen de un complejo equilibrio entre la autoridad, la influencia y
la ideología de los militares por un lado y la autoridad, la influencia y la
ideología de los grupos no militares por el otro (Huntington, 1995: 10).
2
Para el autor, el núcleo de la cuestión es cómo desarrollar un sistema de
relacionamiento cívico-militar que, a nivel institucional, lleve al máximo
la seguridad militar con el menor sacrificio posible de los valores socia-
les. Sin embargo, la idea que nos interesa rescatar aquí es la idea de con-
trol civil en sus dos vertientes: el control civil subjetivo y el control civil
objetivo.
NICOLÁS COMINI - ALEJANDRO FRENKEL
2
Cabe destacar que la teoría de las relaciones cívico-militares de Huntington está cen-
trada, principalmente, en Estados Unidos, Europa y Asia. Ni África, ni América Latina,
ni mucho menos Argentina, son tenidas en cuenta. En este sentido, su afirmación “en
cualquier sociedad” debe ser relativizada.
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STUDIA POLITICÆ
El control civil subjetivo consiste en llevar al máximo el poder de los gru-
pos civiles en detrimento del poder militar. No obstante, la inclinación de
esta balanza a favor de los primeros conlleva un problema: la natural
fragmentación de las sociedades implica que llevar al máximo el poder
militar de los civiles signifique, en realidad, llevar al máximo el poder de
determinados grupos civiles particulares.
El control civil objetivo, en cambio, consiste en llevar al máximo el poder
militar con el fin de profesionalizar a los militares y evitar, de esa forma,
la participación de estos últimos en política. En sus propias palabras, la
esencia del control civil objetivo era el reconocimiento del profesionalis-
mo militar autónomo.
3
En este caso, planteaba que, a diferencia de lo que
sucedía con los civiles, la ética militar era “concreta, permanente y autó-
noma” (Huntington, 1995: 91-99).
Otro reconocido autor que teorizó sobre la esfera cívico-militar y que ha
sido sucesivamente aludido es Morris Janowitz, considerado por muchos
como uno de los padres de la sociología militar norteamericana. En el li-
bro titulado El Soldado Profesional, Janowitz pone el foco de atención
en cómo lograr un equilibrio entre el control civil y la capacidad de las
Fuerzas Armadas de cumplir con sus responsabilidades sin que se vea
afectada la seguridad del Estado. A diferencia de Huntington, Janowitz
argumenta que la creación de un aparato militar apolítico —en orden a
garantizar el control civil sobre este último— es una opción irrealizable.
El argumento Janowitz es que el ejército es un sistema social complejo
compuesto por características propias que abarcan la experiencia, el
aprendizaje prolongado, la identidad de grupo, la ética y las pautas de
comportamiento. En este marco, es inevitable que los militares se con-
viertan en un grupo de presión política, sin que ello represente necesaria-
mente un problema. Lo que debe garantizarse en todo momento es que
sus actividades permanezcan circunscritas y bajo el control de la autori-
dad civil (Janowitz, 1967: 342-345).
Por aquellos años se sumaría al debate el politólogo e historiador britá-
nico Samuel Finer con su trabajo Los militares en la política mundial,
en donde se distinguen cuatro tipos de categorías de relaciones cívico-
3
Los autores españoles Rafael BAÑÓN y José Antonio OLMEDA parecen coincidir con
esta concepción cuando sostienen que la cierta autonomía de hecho de los militares en
los aspectos propios a su parcela viene a resultar el precio que paga la sociedad para que
la institución militar se mantenga al margen de los asuntos políticos (B
AÑÓN y OLMEDA,
1985: 50).
13
militares. La primera de ellas incluye todos los casos en los que los ofi-
ciales ejercen su influencia legítima y constitucional sobre el gobierno
civil —como cualquier otro grupo de presión— para lograr objetivos ta-
les como el aumento de presupuesto militar. La segunda abarca las si-
tuaciones en las que los militares usan la amenaza de algún tipo de san-
ción o chantaje para alcanzar objetivos similares. La tercera hace
referencia a coyunturas en las cuales los militares desplazan a un régi-
men civil por otro con la justificación de que el primero falló en sus de-
beres de conducción. Por último, en la cuarta categoría, los oficiales de-
ciden directamente barrer el régimen civil y asumir el gobierno (Finer,
1969: 3). Alexander Luckham, por su parte, también va a proponer una
tipología de relacionamiento cívico-militar, a partir de tres variables:
fortaleza/debilidad de las instituciones civiles; fuerza/debilidad de la
institución militar y de los recursos coercitivos, políticos y organizativos
a su disposición; y naturaleza de los límites entre el establishment mili-
tar y su ambiente sociopolítico (Luckham, 1971: 9-20).
La ola de golpes de Estado que se suscitó en América Latina a principios
de la década de 1960 motivó también diversos estudios de la dinámica cí-
vico-militar propia de la región. El polémico trabajo de John J. Johnson
Militares y sociedad en América Latina resulta un buen ejemplo de esta
tendencia. Allí, el autor plantea, entre otras cosas, que los factores princi-
pales para explicar la falta de un contrapeso efectivo a las Fuerzas Arma-
das deben detectarse en el mínimo desarrollo de una clase media propie-
taria, uniones comerciales y partidos políticos. En ese marco sostiene que
ya fuera mediante el control directo u operando “detrás de escena”, “las
Fuerzas Armadas controlan a menudo las políticas civiles y las soluciones
militares a los problemas sociales, económicos y políticos” (Johnson,
1964: 7-10).
Ya en los años ochenta, Charles Moskos aporta al debate una distinción
entre un modelo institucional y otro ocupacional. La diferencia fundamen-
tal entre ambos radica, principalmente, en que en el primero las Fuerzas
quedan distanciadas de la sociedad y del sistema político civil, mientras
que en el segundo dichas fuerzas se integran en la sociedad civil funcio-
nal, social y políticamente (Moskos, 1985: 140-52).
Dentro de los estudios más recientes, la norteamericana Margaret Daly
Hayes va a sostener la necesidad de incrementar el caudal de expertos ci-
viles en materia militar para contrarrestar la natural influencia militar en
las decisiones que competen a la institución (Daly Hayes, 2005). Thomas
Bruneau y Richard Goetze Jr. también muestran su preocupación sobre la
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formación de civiles, cuando afirman que “los civiles tienen que saber lo
suficiente como para asegurar que las Fuerzas Armadas estén haciendo lo
que están requeridas a hacer” (Bruneau y Goetze Jr., 2006).
Desde la propia región latinoamericana también se han sucedido diversos
aportes, muchos de los cuales serán recogidos en el próximo apartado.
Por mencionar algunos, Marcela Donadío define a las relaciones cívico-
militares como la “dinámica de la relación existente entre determinada so-
ciedad, expresada (y representada) en un Estado, y el instrumento militar
del mismo” que incluye tanto las alternativas del diseño y ejecución de la
política de seguridad y defensa como la relación que el aparato militar del
Estado entabla con los representantes electos (Donadío, 2003). Marcelo
Saín es otro autor argentino que abordó la cuestión cívico-militar. Anali-
zando el período 1948-1988, plantea la existencia de tres modelos dife-
rentes de defensa nacional en Argentina —peronista, seguritista y neode-
mocrático—, cada uno representante de una expresión del conjunto de
relaciones cívico-militares (Saín, 2000: 2). Por su parte, el politólogo bra-
sileño Samuel Alves Soares define al control civil a partir del tipo de au-
tonomía que poseen las Fuerzas Armadas. De esta forma, puede darse una
autonomía política, en la que los militares poseen la capacidad de definir
intereses, tomar iniciativas políticas relevantes y, en un caso extremo, asu-
mir el propio control del aparato estatal; y una autonomía institucional,
que comprende una capacidad de incidir sobre las políticas de su área, sin
sobrepasar su campo de acción delimitado (Alves Soares, 2006).
En resumidas cuentas, sea cual fuera la perspectiva en la que se situaran
frente a la compleja vinculación entre los actores civiles y militares, lo
cierto es que los diferentes teóricos aquí recogidos coinciden en la necesi-
dad de enunciar las enormes dificultades que presentan los procesos de
construcción y consolidación de mecanismos de control civil efectivos so-
bre las Fuerzas Armadas. Una de las razones ha sido que durante mucho
tiempo y en muchos lugares se ha asociado a la institución militar como
un poder del Estado que ostenta el efectivo monopolio de la violencia y
de la fuerza armada. Esto ha sucedido aún cuando, como se ha demostra-
do hasta aquí, desde hace siglos se viene rescatando la idea de garantizar
la subordinación militar al poder político y civil.
A pesar de ello, el caso argentino representa un claro ejemplo de una his-
tórica asociación simbiótica entre institución militar y poder político. Lo
que cabe interrogarse, entonces, es cómo explicar esta permanente inje-
rencia que han tenido los uniformados en la dirección del aparato estatal y
gubernamental durante gran parte de la historia argentina y cómo es que
15
esta incidencia ha mermado significativamente desde el retorno de la de-
mocracia en 1983. En base a los conceptos desarrollados hasta aquí, en el
próximo apartado se intentará dar una respuesta tentativa.
Al respecto, se asumen dos hipótesis transversales de trabajo:
1) Que la sucesión de golpes de Estado iniciada en 1930 se debió a un ha-
bitus de la sociedad argentina, originado durante el proceso de construc-
ción del Estado nacional y que tuvo su expresión en la corporativización
del uso de la violencia por parte de las Fuerzas Armadas así como en la
voluntad de obediencia de los sectores civiles. De esta forma, si bien la
autonomía de las Fuerzas Armadas pudo haber sido consecuencia de las
deficiencias de los gobiernos civiles a la hora de tratar la cuestión militar,
como sostiene Marcelo Saín (2005), resulta evidente la importancia del
hecho de que las prerrogativas acumuladas por el sector militar han sido
producto de una arraigada tradición de intervención de los uniformados
en la conducción política de la nación.
2) La segunda hipótesis es que los cambios en la concepción del poder y
su “monopolización” por parte del Estado a lo largo de la década de 1980
redujeron aquella corporativización militar del uso de la violencia, dando
como resultado un cambio de habitus. La continuidad democrática inicia-
da en 1983 y la conducción política de las Fuerzas Armadas son herederas
directas de este cambio.
3. Poder, dominación y habitus en las relaciones cívico-militares
argentinas
Los conceptos de poder, dominación y habitus representan, como ya ha
sido expresado, el tridente conceptual necesario para dar respuesta a los
interrogantes planteados y comprender las razones que coadyuvaron tanto
a que se sucedieran seis golpes de Estado en tan sólo cuarenta y seis años
(1930-1976) como a que transcurrieran más de tres décadas de gobiernos
democráticos (1983-2016), aun con levantamientos militares y graves cri-
sis económicas y políticas en el ínterin. Pasemos a profundizar sobre cada
uno de ellos.
3.1. Poder
Si el poder se trata, como sostenía Galbraith, de la posibilidad de imponer
la propia voluntad al comportamiento de otras personas, en Argentina el
NICOLÁS COMINI - ALEJANDRO FRENKEL
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poder ha sido mayormente ostentado por aquellos con la capacidad de im-
poner la fuerza y la violencia. La peculiaridad de este caso de estudio tie-
ne que ver, entre otras cosas, en que el monopolio de la fuerza ha estado
directamente asociado al aparato militar, producto de la corporativización
de la violencia en el sector castrense. Por esa misma razón, éste último ha
tendido a estar fuertemente inmerso en la vida política del país, imposibi-
litando cualquier forma de control civil objetivo. Es decir, aquel control
basado en la idea de llevar al máximo el poder militar con el fin de profe-
sionalizar a los militares y evitar, de esa forma, su participación en la are-
na política.
Ahora bien, la tan activa tendencia a la intervención en los asuntos políti-
cos no ha sido consecuencia de una “moda” del siglo XX, sino que sus
raíces se encuentran en el propio proceso de conformación y consolida-
ción del Estado nacional. Un primer indicador de ello es que la gran ma-
yoría de los líderes de la independencia poseían una formación militar
previa.
4
Asimismo, los gobiernos de facto de Buenos Aires entre 1820 y
1824 estuvieron todos a cargo de militares
5
y durante el período 1828-
1852, más del 70 por ciento de los gobernadores porteños eran o habían
sido miembros del ejército.
6
En el caso de los presidentes de la nación, entre 1853 —año en que se
sanciona la Constitución Nacional por la que se establece un régimen fe-
deral de gobierno— y 1904, la mitad de ellos había realizado una carrera
militar.
7
En los inicios del siglo XX esta situación tendría una breve dis-
rupción, ya que entre 1904 y 1930 sólo uno de los siete Jefes de Estado
tenía origen castrense. Esta tendencia sufriría un drástico cambio de rum-
bo a partir 1930, dado que desde allí y hasta 1983, más del 60 por ciento
de los presidentes eran —o habían sido— oficiales del ejército.
8
Y en el
4
Tal es el caso —sólo a modo de ejemplo— de Saavedra, Chiclana, de Sarratea, Bel-
grano, San Martín, Pueyrredón, Rodriguez Peña, de Alvear, etc.
5
Los gobernadores durante este período fueron: Matías de Irigoyen, Manuel de Sarra-
tea, Juan Ramón González Balcarce, Miguel Estanislao Soler, Manuel Dorrego, Martín
Rodríguez y Juan Gregorio de Las Heras
6
Dorrego, Lavalle, Viamonte, Rosas, Balcarce y Balcarce fueron militares y Maza y
López y Planes eran civiles.
7
Urquiza, Pedernera (de forma interina), Mitre, Sarmiento y Roca (en dos oportunida-
des) eran militares.
8
Los militares que estuvieron a cargo de la presidencia —ya sea de forma democrática
o mediante golpes de Estado— fueron: Uriburu, Justo, Rawson, Ramírez, Farrell, Perón,
17
NICOLÁS COMINI - ALEJANDRO FRENKEL
caso de aquellos mandatarios que no pertenecían a las Fuerzas Armadas,
su permanencia al frente del Ejecutivo dependió, en gran parte, del apoyo
que le brindaron los militares.
9
A partir de 1983 el escenario sí sería dis-
tinto, ya que el 100 por ciento de los presidentes serían civiles y su super-
vivencia en el cargo dependió cada vez menos del apoyo del aparato cas-
trense (ver gráfico 1).
Gráfico 1 - Formación de Jefes de Estado (1828-2010)
Lonardi, Aramburu, Onganía, Levingston, Lanusse, Videla, Viola, Galtieri y Bignone.
En el caso de Perón, sus dos primeras gestiones —entre 1946 y 1955— han sido conta-
bilizadas como una misma presidencia.
9
Como explica bien Marcelo CAVAROZZI, cuando no ejercieron directamente la con-
ducción del Estado, las Fuerzas Armadas asumieron un rol tutelar de los gobiernos ci-
viles, dando como resultado la vigencia de regímenes semidemocráticos (C
AVAROZZI,
2006).
Fuente: elaboración propia en base a información de Presidencia de la Nación
Argentina.
De esa forma, no se trata sólo de que la autonomía militar (y su capaci-
dad de injerencia en la arena política) se produjo como resultado de las
deficiencias con que los gobiernos civiles y la dirigencia política de
nuestro país abordaron la cuestión castrense. Más bien, las amplias pre-
rrogativas que supieron ostentar las Fuerzas Armadas durante la mayor
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parte de la historia argentina tuvieron que ver con una profunda tradición
de intervención de los uniformados en la conducción política de la na-
ción. Lo que cambió, en todo caso, fueron los argumentos que sostuvie-
ron las distintas intervenciones. Según el momento histórico, los milita-
res fueron apelando a los más diversos modelos dicotómicos para
justificar su participación política: “civilización y barbarie”, “peronismo
y antiperonismo”, a través de la proclamación de lemas como “paz y de-
sarrollo” o “paz y administración”, vía revoluciones libertadoras o argen-
tinas, por medio de procesos de reorganización nacional o a partir de la
exaltación de frases como el “si quieren venir que vengan” del presiden-
te de facto durante la guerra de Malvinas, en clara referencia a los britá-
nicos.
Más allá de las coyunturas, el marco de acción de las Fuerzas Armadas
estuvo centrado principalmente en la apropiación de lo que Galbraith de-
fine como poder condigno. Es decir, la capacidad de lograr sumisión me-
diante la habilidad de imponer una alternativa a las preferencias del indi-
viduo o grupo que sea lo suficientemente desagradable o dolorosa, de
modo que tales preferencias sean abandonadas (Galbraith, 1986: 19). Se
trata de la expresión del poder más antigua de todas, habitualmente basa-
da en la coacción, la amenaza o el terror. Esta acumulación y ejercicio
del poder, asimismo, sería posible (y reproducible) a través del incre-
mento de sus recursos materiales. A fin de cuentas, como sostienen los
realistas, el poder sin base material no es poder.
En este último sentido, el indicador del poder adquirido por el estamen-
to militar resulta visible en el aumento de los presupuestos destinados a
la defensa durante los gobiernos castrenses. Sólo a modo de ejemplo,
los gastos militares de 1928 se habían prácticamente duplicado en 1937
(Potash, 1986: 60). Bajo el gobierno militar de la autodenominada “Re-
volución Libertadora” (1955-1958), el presupuesto destinado a la defen-
sa nacional alcanzaría el 2,8 % del Producto Bruto Nacional (PBN). En
1966, luego del gobierno civil y democrático de Arturo Illia, bajaría al
1,5 para luego aumentar a 2,6 durante el gobierno militar de Onganía
(Rouquié, 1986: 311). Posteriormente, la dictadura de 1976-1983 lleva-
ría el gasto de defensa al 2,3 por ciento del Producto Interno Bruto
(PIB) (SIPRI, 1981: 169), mientras que durante los sucesivos gobiernos
democráticos se produciría una reducción sistemática hasta llegar, en
2015, al 1,4 del PIB.
Lo cierto es que mediante la utilización de ese poder condigno —aunque
también con una clara influencia del poder compensatorio— los militares
19
en Argentina han oscilado, durante gran parte de la historia moderna, en-
tre la tercera y cuarta categoría de Finer. Es decir, lejos de ejercer una in-
fluencia legítima y constitucional sobre los gobiernos civiles, han tendi-
do a desplazar a regímenes civiles por otros o, directamente, a barrer
esos regímenes y asumir el gobierno ellos mismos. Sin embargo, desde
1983 en adelante se percibe un claro desmembramiento del poder con-
digno en manos de los uniformados. No solo representado por la merma
del presupuesto asignado a la defensa sino también producto de una pre-
disposición de la clase política partidaria de recuperar el control del ejer-
cicio de la violencia legítima —es decir, de la dirección política de los
aparatos militares, policiales y represivos—.
Otro indicador que resulta ilustrativo del poder que han detentado las
Fuerzas Armadas a lo largo del tiempo está asociado a los marcos lega-
les que han amparado su accionar. Desde el punto de vista constitucio-
nal, al presidente de la nación le corresponde la comandancia en jefe de
todas las Fuerzas Armadas, así como disposición, organización y distri-
bución según las necesidades de la nación (República Argentina, 1994).
Sin embargo, la constitución no sólo enarbola la subordinación de las
Fuerzas Armadas al Poder Ejecutivo sino también, por su puesto, al Le-
gislativo.
10
Sin embargo, más allá de que la carta magna dejaba claramente estable-
cida la subordinación de las Fuerzas al poder político, lo concreto es que
a lo largo del siglo XX se fueron dando normativas que tendieron a am-
pliar y a restringir el marco de acción de los militares, principalmente en
lo relativo a la jurisprudencia sobre cuestiones de seguridad interior. Por
caso, en 1949 el gobierno de Juan Domingo Perón sancionó la Ley
13.529, por la cual se habilitaba al Ministerio de Defensa Nacional
a coordinar las medidas de conjunto en el caso de conmoción interior
(República Argentina, 1949). Pero ese poder de intervención en cuestio-
nes de seguridad interna sería ampliado con el auge de la Doctrina de
Seguridad Nacional en América Latina. Tal es así que la Ley 16.970 de
Defensa Nacional promulgada por Onganía en 1966 definía que el obje-
NICOLÁS COMINI - ALEJANDRO FRENKEL
10
Al respecto, al Congreso le corresponde: autorizar al Ejecutivo para declarar la gue-
rra o hacer la paz; facultar a dicho Poder para ordenar represalias y establecer reglamen-
tos para las presas; fijar las Fuerzas Armadas en tiempo de paz y guerra y dictar las nor-
mas para su organización y gobierno; permitir la introducción de tropas extranjeras en el
territorio de la Nación y la salida de las fuerzas nacionales fuera de él (República Argen-
tina, 1994).
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STUDIA POLITICÆ
tivo fundamental de la seguridad nacional era la “situación en la cual los
intereses vitales de la Nación se hallaban a cubierto de interferencias y
perturbaciones sustanciales” (República Argentina, 1966). Por su parte,
la Defensa Nacional implicaba “el conjunto de medidas que el Estado
adopta para lograr la seguridad nacional” (República Argentina, 1966).
De esta forma, la seguridad y la defensa se encontraban profundamente
entrelazadas, legalizando la participación militar en asuntos policiales.
Claro que esto se agravaría luego de las revueltas populares que dieron
lugar al “Cordobazo”: la Ley 19.081 de 1971 le otorgaba al Poder Ejecu-
tivo la potestad de emplear a las Fuerzas Armadas en los casos que se
decrete el estado de sitio (República Argentina, 1971). De ahí en adelan-
te y, sobre todo, después del decreto 2772 de 1975,
11
las Fuerzas Arma-
das fueron incrementando de manera continuada las facultades para in-
tervenir en los asuntos internos del país.
Con el retorno de la democracia, la promulgación en 1988 de la Ley
23.554 de Defensa Nacional y su reglamentación en 2006 hicieron que
ese poder fuera exponencialmente constreñido. Además de aclararse que
las Fuerzas Armadas representan simplemente el instrumento militar de
la defensa nacional, su accionar quedaría limitado ante “agresiones de
origen externo perpetradas por fuerzas armadas pertenecientes a otro/s
Estado/s” (República Argentina, 2006).
En suma, la profunda vinculación entre los uniformados y la gestión pú-
blica observable durante el siglo XIX y gran parte del siglo XX, la asig-
nación presupuestaria al mantenimiento de las Fuerzas Armadas y la
construcción de marcos normativos en donde la defensa y la seguridad
interna se hallaban profundamente entrelazadas son algunos de los facto-
res más importantes para comprender la simbiosis entre poder militar y
poder político. Por otra parte, la tendencia contrapuesta a estos tres fac-
tores a partir de 1983 —es decir, la exclusión de los militares en la par-
ticipación política, la reducción presupuestaria y la separación de las es-
feras de seguridad pública y la defensa nacional— coadyuvaría a reducir
el poder de las Fuerzas Armadas.
11
El decreto Nº 2.772 del 6 de octubre de 1975 establecía que “las Fuerzas Armadas
bajo el Comando Superior del Presidente dela Nación, que será ejercido a través del
Consejo de Defensa, procederán a ejecutar las operaciones militares y de seguridad que
sean necesarias a efectos de aniquilar el accionar de los elementos subversivos en todo
el territorio del país” (República Argentina, 1975).
21
NICOLÁS COMINI - ALEJANDRO FRENKEL
3.2. Dominación
Intentar comprender la intervención o reclusión de las Fuerzas Armadas
en la vida institucional argentina a partir de la concentración exclusiva en
la evolución del poder de las mismas es de suma utilidad, pero al mismo
tiempo resulta insuficiente. Es por ello que a continuación se buscará
complementar esta argumentación mediante el concepto de dominación
que, como ya se ha señalado, significa la “probabilidad de encontrar obe-
diencia dentro de un grupo determinado por mandatos específicos” (We-
ber, 1977: 170).
A partir del poder acumulado, los militares tuvieron durante diversos
momentos de la historia la capacidad de dominación sobre los sectores
civiles. Así, lograrían pasar por alto la cadena de mando, desobedeciendo
a la propia constitución nacional y situándose ellos mismos en el vértice
superior. En este marco, la escasez de civiles especializados en defensa
se tornaría en una problemática clave a la hora de comprender la incapa-
cidad para lograr una subordinación de los militares al presidente y al
congreso
12
. Asimismo, si se asumiera que Schmitt estaba en lo cierto
cuando sostenía que la distinción específica del concepto “político” era
la de amigo y enemigo, la participación de militares en política, lejos de
“militarizar” a los militares —en el sentido de profundizar su profesiona-
lización—, lo que militarizaba era la política. Como resultado, la concep-
ción del enemigo —que según el mismo jurista prusiano no era ni más ni
menos que “el otro”— pasa a definirse exclusivamente desde la cosmo-
visión militar y la amenaza de la fuerza.
Adicionalmente, la ilegalidad con la que fueron derrocados los sucesivos
gobiernos constitucionales hasta 1983 también contribuyó al progresivo
deterioro de la idea del Estado como unidad de dominación claramente
delimitado, que actúa de modo continuo con medios de poder propios. En
definitiva, hasta el retorno de la democracia el ámbito de dominio de las
Fuerzas Armadas se basó, en gran medida, en un frágil control ejecutivo y
legislativo sobre sí mismas, en la apropiación de los medios de coacción
estatales, en la militarización de la política y en la permanente vulnera-
ción del Estado de Derecho.
12
En 1925 se fusionaron las comisiones de guerra y marina, tanto de la Cámara de Di-
putados como de Senadores, en una sola llamada Comisión de Defensa. Actualmente
existe una Comisión de Defensa en Diputados y una en el Senado.
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STUDIA POLITICÆ
Una vez producida la recuperación de la democracia lo que se pretendió
—si bien con notables altibajos— fue modificar la situación de estos fac-
tores. En este caso, el proceso de transición por colapso luego del fracaso
en la guerra de Malvinas terminaría siendo determinante para erosionar el
poder de los militares en la política nacional,
13
posibilitando, además,
que se llevaran a cabo cambios más profundos que en otras naciones veci-
nas (Diamint, 2014: 16).
La promulgación y reglamentación de un nuevo ordenamiento jurídico,
junto al fortalecimiento del Ministerio de Defensa y de las comisiones de
defensa del congreso resultaron claves para ampliar la conducción políti-
ca e incrementar el control civil de las Fuerzas Armadas. Dicha amplia-
ción permitió, asimismo, llevar a cabo reformas sustantivas orientadas a
fortalecer esa dominación, lo cual generaba un círculo virtuoso. La forma-
ción de civiles expertos en defensa, las políticas destinadas a lograr una
equidad de género en el área, la derogación del sistema de justicia militar
y los procesos de “conjuntez” e interoperabilidad de las Fuerzas —visi-
bles en el fortalecimiento del Estado Mayor Conjunto y en la reforma del
sistema de obtención de medios para la defensa— son algunas de las me-
didas orientadas a garantizar una cadena de mando claramente definida,
con las autoridades civiles legalmente constituidas en el vértice superior.
En el ámbito internacional, la desmilitarización de las relaciones exterio-
res iniciada por el gobierno de Raúl Alfonsín y continuada por el de Car-
los Menem (Eissa, 2013) tuvo un impacto directo sobre las relaciones de
dominación entre civiles y militares. En este sentido, la política de inte-
gración con Brasil y la resolución de los diferendos limítrofes con Chile
contribuyeron a desactivar las hipótesis de conflicto a nivel regional, miti-
gando la incidencia de las Fuerzas Armadas en el diseño de la política ex-
terior. Asimismo, “la exitosa distensión que resultó de tales decisiones
permitió legitimar una importante reducción del presupuesto militar”
(Battaglino, 2013: 267), afectando una de las bases del poder acumulado
hasta entonces por el estamento militar. Esta “civilización” de la política
13
Según explica Guillermo O’DONNELL (1989), el colapso conduce a un tipo de transi-
ción en la cual, aunque no dejen de existir negociaciones con la oposición, los gober-
nantes autoritarios sufren un desprestigio agudo y no logran controlar la agenda de los
temas de la negociación ni los resultados de ésta. Esto conduce a una desmilitarización
en el nuevo gobierno democrático, en el sentido de que las Fuerzas Armadas ocupan po-
cos espacios institucionales y no se les reconocen atribuciones para decidir ni vetar polí-
ticas, salvo las referentes en concreto a las propias fuerzas.
23
exterior sería reforzada en la década de 1990 a través de la participación
en operaciones de paz y el establecimiento de medidas de fomento de la
confianza con los países de la región.
14
Como señala Rut Diamint (2001),
las misiones de paz profundizan la conducción civil de la defensa al forta-
lecer los procesos internos de negociación, y el multilateralismo tiene un
impacto positivo en el mejoramiento de las relaciones cívico-militares.
En cuanto a los medios de coacción, los gobiernos constitucionales debie-
ron afrontar la difícil tarea de devolverle al Estado democrático el mono-
polio del ejercicio de la violencia legítima que había sido apropiado por el
sector castrense. En este sentido, luego de aplacar los levantamientos ca-
rapintadas de 1987, 1988 y 1990, pudo apreciarse, por un lado, la volun-
tad de obediencia al gobierno constitucional por parte de una alta propor-
ción de las fuerzas y, por otro, la recuperación por parte del Estado de ese
monopolio de ejercicio que parecía haber estado continuamente en poder
de los uniformados. Y esto no habrá podido lograrse, sin embargo, si no
hubiera habido un decidido compromiso democrático por parte de los
principales partidos políticos del país.
En definitiva, lo que comienza a percibirse desde 1983 en adelante —pero
que claramente se potencia en las décadas de 1990 y 2000— es la alta po-
sibilidad con la que cuentan los civiles de encontrar obediencia en el sec-
tor militar, complementada por una voluntad de obediencia de los últimos
ante los primeros y la consolidación de un consenso estable y perdurable
entre las dirigencias partidarias sobre la necesidad de desmilitarizar la po-
lítica.
3.3. Habitus
Dado que hasta aquí el análisis parecería estar orientado principalmente
hacia el estudio de la historia argentina reciente, un tercer concepto que
permite responder con mayor precisión a las preguntas disparadoras es el
concepto de habitus. En efecto, su aplicación al caso argentino adquiere
un alto valor explicativo tanto de la dinámica que adoptaron las relaciones
NICOLÁS COMINI - ALEJANDRO FRENKEL
14
Los acuerdos y memorándums de cooperación con Chile (1995), Bolivia (1996),
Brasil (1997); las políticas de cooperación nuclear con Brasil o la metodología estanda-
rizada común para medir los respectivos gastos en defensa con Chile son algunos de es-
tas medidas. Más recientemente, la creación del Consejo de Defensa Suramericano de la
Unión de Naciones Suramericanas (CDS-UNASUR) consolidaría el clima cooperativo
en la región.
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STUDIA POLITICÆ
cívico-militares como de los procesos antagónicos de politización de los
uniformados y militarización de la política.
Como se detalló anteriormente, la tradición política de los militares se
remonta al propio ciclo independentista y el posterior proceso de cons-
trucción del Estado Nacional. El alto porcentaje de Jefes de Estado de
origen castrense durante el siglo XIX y gran parte del siglo XX de-
muestra la permanencia de una costumbre que permitió la naturaliza-
ción de la intervención militar en cuestiones de orden político. De esta
forma, las prácticas de los militares se volverían previsibles y por lo
tanto, percibidas como evidentes. Esto explica, entre otras cosas, la si-
milar actuación de los oficiales frente a diferentes coyunturas políticas,
aun cuando existieran entre ellos evidentes discrepancias. Hubo milita-
res unitarios y federales, yrigoyenistas y antiyrigoyenistas, peronistas y
antiperonistas, azules y colorados, liberales y desarrollistas. Sin embar-
go, la politización atravesó, sin distinciones de cantidad e intensidad, a
todos los bandos.
Claro que la permanente actuación en el terreno político por parte de las
Fuerzas Armadas no hubiera sido posible de no haber contado con el
significativo apoyo de buena parte de la sociedad y con la indiferencia
del resto. Todo ello, sumado a la incapacidad de los partidos políticos y
de los demás actores sociales y económicos de alcanzar acuerdos que
permitieran defender el régimen de gobierno democrático, hicieron del
intervencionismo militar un habitus a partir del cual se generaron y or-
ganizaron prácticas y representaciones que permitieron mantener o in-
crementar el poder castrense y ampliar su ámbito de dominación. Toda
intervención militar se haría, además, con una retórica modernizadora y
refundacional como telón de fondo.
15
15
En su primera proclama luego de derrocar a Hipólito Yrigoyen, el presidente de fac-
to José Félix Uriburu expresaría que “no nos anima ni nos mueve ningún interés políti-
co, no hemos contraído compromisos con partidos o tendencias. Estamos por lo tanto
colocados en un plano superior y por encima de toda finalidad subalterna” (La Vanguar-
dia, 1930). Por su parte, los líderes de la “Revolución Argentina” planteaban, entre otras
cosas, la necesidad de “consolidar los valores espirituales, elevar el nivel cultural, edu-
cacional y técnico” o de que “impere el orden dentro de la ley, la justicia y el interés del
bien común” (C
ISNEROS y ESCUDÉ, 1998). Por su parte, Jorge Rafael Videla afirmaría en
su discurso de asunción que “colocado el país al borde de su disgregación, la interven-
ción de las Fuerzas Armadas ha constituido la única alternativa posible, frente al deterio-
ro provocado por el desgobierno, la corrupción y la complacencia” (P
RESIDENCIA DE LA
NACIÓN, 1977).
25
NICOLÁS COMINI - ALEJANDRO FRENKEL
Como otra cara de la misma moneda, el concepto de habitus también per-
mite comprender la persistencia de más de tres décadas de gobiernos de-
mocráticos, aun cuando el país debió afrontar sublevaciones militares y
profundas crisis económicas de notables efectos políticos y sociales. En
este sentido, si bien Bourdieu en La Reproducción hacía hincapié en el
carácter determinista y reproductivo del habitus, más adelante reconoce-
ría la posibilidad de cambio. “El habitus no es el destino, como se lo in-
terpreta a veces”. En tanto producto de la historia, es un sistema abierto
de disposiciones duraderas, pero no inmutables (Bourdieu, 1995: 109).
En efecto, desde el fin de la última dictadura militar —principalmente
luego de la guerra de Malvinas— se evidencia un divorcio entre el apara-
to militar y la sociedad civil. Divorcio potenciado, entre otras cosas, por
las sistemáticas violaciones a los derechos humanos, la implementación
de un esquema económico que generó graves consecuencias sociales
16
y
el progresivo avance sobre la corporativización del Estado. Así, la expe-
riencia traumática de los militares en el control gubernamental provocaría
en los sectores civiles cambios profundos en los esquemas de percepción,
de pensamiento y de acción, tanto individuales como colectivos. Tal es así
que con el retorno de la democracia volvería a postularse la necesidad de
elaborar un proyecto de refundación nacional, materializado en un nuevo
pacto social. Para ello debía recuperarse el control del ejercicio de la vio-
lencia legítima, es decir, de la dirección política de los aparatos militares,
policiales y represivos y ponerlos al servicio del Estado democrático.
Sin embargo, a inicios de los ochenta los partidos tradicionales que rein-
gresaban en la escena política —todavía dominada por la alianza entre
empresarios, tecnócratas y militares durante la dictadura— debían lidiar
con el problema: contaban con gran apoyo popular pero tenían escaso po-
der político (Pucciarelli, 2006: 8). El problema se potenciaba, además,
por la falta de renovación de sus cuadros dirigentes (Yanuzzi, 1996: 443).
A pesar de esta situación, los sectores civiles —representados, esencial-
mente, en partidos políticos, organizaciones sindicales y sociales y grupos
económicos— no dejarían de postular la necesidad de conducir y contro-
16
En 1976 —cuando se inició la última dictadura militar— la deuda externa de la Ar-
gentina era de aproximadamente 7.500 millones de dólares. Hacia 1983 la cifra ascendía
a 45.087 millones. Asimismo, entre 1976 y 1983 el PBI de la Argentina se contraería
casi 2 por ciento y los salarios experimentarían una caída de cerca del 40 % respecto a
los vigentes en 1974. La participación de los asalariados en el ingreso nacional también
caería, pasando del 43 % en 1975 al 22 % en 1982 (B
ASUALDO, 2006).
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STUDIA POLITICÆ
lar políticamente a las Fuerzas Armadas, cuyas prácticas y obras —vincu-
ladas a la constante mimetización con la gestión pública— dejaron de ser
divisadas como evidentes y, por ende, naturalizadas.
Especialmente, lo que se percibió fue un claro consenso en la necesidad
de redefinir la concepción de Defensa Nacional, de forma tal que delimi-
tara tanto el poder como el espacio de dominación de los militares.
17
Por
su parte, el sector castrense también mostraría una propensión —sobre
todo tras los últimos levantamientos carapintadas— a subordinarse al po-
der político, al menos en lo que respecta al diseño e implementación de
políticas públicas ajenas al área de la defensa.
En definitiva, a lo largo de las últimas tres décadas se produjo un cambio
en el habitus que engloba las relaciones cívico-militares argentinas. Esto
ha sido posible —más allá de las transformaciones en materia de poder y
dominación ya abordados— gracias a la construcción de un nuevo mundo
práctico en donde lo natural se expresa en la idea de “militarizar a los mi-
litares” —convirtiéndolos simplemente en el instrumento militar de la de-
fensa nacional— y “politizar a la política”.
6. Conclusiones
A pesar de las advertencias expuestas por algunos de los principales expo-
nentes clásicos del pensamiento occidental sobre la necesidad de conducir
políticamente a las Fuerzas Armadas y fortalecer el control civil, en el
presente trabajo se ha podido apreciar que Argentina constituyó durante
gran parte de su historia un caso exactamente inverso. Es decir, la con-
ducción militar de la política se volvería una constante, lo cual se vería
reflejado en permanentes golpes de Estado, gobiernos militares y demo-
cracias tuteladas.
No obstante, como se intentó mostrar aquí, las relaciones cívico-militares
no fueron siempre estáticas sino que, especialmente desde el retorno de la
democracia, fueron mutando. En este sentido, a partir de 1983 la principal
tendencia ha sido, sin dudas, la construcción de mecanismos orientados a
garantizar el control político y civil efectivo sobre el aparato castrense. El
17
En la Encuesta Latinobarómetro del año 2009, el 67 por ciento de los argentinos en-
cuestados respondió que bajo ninguna circunstancia apoyaría a un gobierno militar (L
A-
TINOBARÓMETRO, 2009: 13).
27
núcleo de estos mecanismos de control sería lo que Galbraith denomina
como “poder condicionado”, es decir, en la aceptación de la autoridad y la
sumisión a la voluntad de los otros como la más alta preferencia de quie-
nes se someten. Como afirma Rut Diamint, de todos los países de Améri-
ca Latina, Argentina es sin dudas el que hizo los cambios más notables
para avanzar en el control civil de las Fuerzas Armadas y el país latino-
americano en el que los militares intervienen menos en la toma de deci-
siones (Diamint, 2008: 96).
Sin embargo, a pesar de que las intervenciones de los uniformados en los
procesos democráticos parecen haber sido desterradas y que la autonomía
militar, en términos de Alves Soares, se reduce a incidir en las políticas de
su área sin sobrepasar su campo de acción delimitado, vale resaltar que
aún quedan varias cuestiones pendientes en la joven democracia argenti-
na. En primer lugar, si el horizonte es integrar a los militares como un ele-
mento más del aparato estatal, entonces hay que resolver las consecuen-
cias del divorcio que se produjo entre las Fuerzas Armadas y gran parte
de la sociedad luego de la última dictadura militar. Esto tiene que ver con
que la sociedad argentina aún mantiene una percepción negativa sobre los
militares: un estudio realizado por la consultora Ricardo Rouvier & Aso-
ciados refleja que tan sólo el 26,8 por ciento de los encuestados posee una
imagen positiva de la institución militar (Infobae, 2010).
Este desprestigio del estamento militar frente al conjunto de la sociedad
potencia, asimismo, el desinterés de los civiles sobre los asuntos de de-
fensa, lo cual termina por dificultar los controles necesarios de toda polí-
tica pública. En este sentido, si bien se han logrado grandes avances en
materia de formación de civiles especializados en defensa, lo cierto es
que para lograr un control efectivo y eficiente sobre las Fuerzas Armadas
se requiere de una plataforma que pueda convivir con los vaivenes natura-
les que producen los cambios políticos. Para ello resultan útiles aquellos
organismos de selección, formación y capacitación de agentes estatales
altamente calificados, como los que suelen tener las cancillerías y los po-
deres judiciales.
Una tercera cuestión tiene que ver con el ámbito de acción de las Fuerzas
Armadas. La ausencia de hipótesis de conflicto concretas y la ampliación
de las agendas de seguridad en una parte importante de los países de
América Latina han aumentado la predisposición por parte de ciertos ac-
tores —políticos, académicos, militares nacionales y extranjeros— para
intentar asignarle nuevas funciones al instrumento militar. Al respecto, si
bien las misiones subsidiarias como las de apoyo a la comunidad en caso
NICOLÁS COMINI - ALEJANDRO FRENKEL
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STUDIA POLITICÆ
de desastres naturales o la participación en operaciones de paz son tareas
importantes, para algunos de estos sectores no pareciera ser suficiente. Tal
es así que promulgan la necesidad de ampliar el marco de intervención de
las Fuerzas Armadas hacia la lucha contra el terrorismo, el crimen organi-
zado y otras “nuevas amenazas”,
18
desoyendo los marcos legales vigen-
tes, desconociendo los cambios de doctrina y adiestramiento que ello im-
plica. Lo que debe requerirse, en todo caso, es que dichas Fuerzas
funcionen bajo directrices estratégicas consensuadas; que posean las ca-
pacidades y medios necesarios para cumplir con las tareas de monitoreo y
control del espacio aéreo, el territorio y las aguas jurisdiccionales que le
corresponden; que gocen de las capacidades y medios defensivos necesa-
rios para lograr una efectiva disuasión en caso necesario; y que se les
brinde una adecuada formación para tales fines. Esto conlleva una cuarta
problemática.
Para cumplir con esto, otro tema que debe resolverse es el presupuestario.
Los sectores más escépticos consideran que el 0,98 por ciento del PBI ac-
tual destinado al mantenimiento de sistema de defensa, es demasiado.
Para los más militaristas, que es muy poco. Sin embargo, tal vez los dos
extremos tengan algo de razón o, quizás, ambos estén parcialmente equi-
vocados. En base al presupuesto de 2016 puede observarse que, de ese
0,98 por ciento, más del 70 por ciento está destinado a gastos de personal,
aproximadamente un 10 por ciento a bienes de consumo y poco más de un
10 por ciento para cubrir servicios básicos (RESDAL, 2016). De allí se
desprende que el debate no debería girar en torno al eje reducción-incre-
mento presupuestario de la defensa sino alrededor de su excesivo tamaño.
Esto se debe a que una potencial reducción presupuestaria implicaría un
debate en torno a la desaparición de las Fuerzas Armadas y un incremen-
to conllevaría, como mínimo, al interrogante de para qué más presupues-
to. Sobre todo, teniendo en cuenta que las medidas de fomento de la con-
fianza que tiene la Argentina con los países de América del Sur impiden
pensar en hipótesis de conflicto en el corto y mediano plazo.
Una respuesta tentativa para evitar reducir aún más el presupuesto desti-
nado al sistema de defensa y, asimismo, garantizar que éste pueda cumplir
18
El concepto de “nuevas amenazas” refiere a aquellas amenazas que no pertenecen al
campo tradicional de las amenazas militares y que tienen conexión con cuestiones de se-
guridad interna (B
IGO, 2000). En el contexto americano, la expresión remite a aquellas
amenazas supuestamente surgidas tras la caída del comunismo como el narcotráfico, el
crimen organizado o el terrorismo.
29
con los objetivos que le han sido legalmente asignados podría ser rees-
tructurar a las Fuerzas Armadas, convirtiéndolas en una institución de me-
nor tamaño; altamente adiestradas; dotadas de capacidades y medios mo-
dernos que le permitan cumplir eficientemente con las tareas de
monitoreo, control y disuasión; centralizadas y con una alta capacidad de
movilización; y con un sistema institucional y logístico que dé lugar al in-
cremento del control político sobre las mismas bajo una firme cadena de
mando.
Desde el punto de vista conceptual, la reconfiguración de los conceptos
de poder, dominación y habitus en el marco de las relaciones cívico-mili-
tares argentinas pueden constituir un aporte para generar estos cambios y
construir una política de defensa basada en el consenso, que trascienda
los intereses partidarios y el corto plazo. A la larga, como sostenía Carl
Schmitt, “sería una torpeza creer que un pueblo sin defensa no tiene más
que amigos, y un cálculo escandaloso suponer que la falta de resistencia
va a conmover al enemigo” (Schmitt, 1991: 82).
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