
HANS JOAS 207
bación del pensador interpretado. Mi clara crítica a la «sacralización de la de-
mocracia» de Dewey en su libro «Una fe común» no es rechazada por Arroyo
como un malentendido, es decir, como una interpretación falsa. Más bien,
rechaza su contenido porque, al igual que Honneth, él mismo está más cerca
de esta idea de Dewey que yo. Pero en realidad esto está claro desde el princi-
pio y no requiere ninguna explicación complicada. En cuanto a la cuestión de
si Dewey siguió siendo un hegeliano de toda la vida o si, como pensador de
la contingencia histórica, se fue distanciando cada vez más de toda losofía
teleológica de la historia -como yo sostengo-, por lo que me parece crucial
que asignemos las armaciones de Dewey a la fase exacta de su desarrollo
intelectual de la que procede la armación. Incluso la intensa recepción de
Darwin, esto debería ser indiscutible, distanció el pensamiento histórico de
Dewey de Hegel en aspectos esenciales. Esto se vuelve aún más evidente
cuando, al asumir la Primera Guerra Mundial, habla de ella como una razón
para abandonar el «paraíso de los tontos» de una creencia evolucionista y
teleológica en el progreso. En 1916, escribió: «Confundíamos la rapidez
del cambio con el avance, y tomábamos ciertas ganancias en nuestra propia
comodidad y facilidad como signos de que las fuerzas cósmicas estaban
trabajando inevitablemente para mejorar el estado general de los asuntos
humanos». La cuestión de hasta dónde llegó esta revisión, si el progreso sólo
se hizo más contingente para Dewey, o si nalmente no dudó de él, no nece-
sita discutirse aquí. Sin embargo, no me cabe duda de que la categorización
de Dewey como pensador histórico orientado a la contingencia en mi libro El
hechizo de la libertad está justicada.
Esta es, por supuesto, una cuestión diferente de si estamos de acuerdo con
la opinión de Dewey de que la creencia en la democracia como ideal puede
desarrollar por sí misma sucientes fuerzas vinculantes para una democra
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cia liberal que la protejan de la inestabilidad y el colapso. He rechazado
esta creencia. No lo hago, como Breuer y quizá Arroyo me han acusado de
hacer, porque esté atribuyendo al cristianismo o a la religión un papel indis-
pensable para las democracias. Simplemente estoy diciendo que debe haber
tradiciones de valores que vayan más allá de la creencia en la democracia en
sí misma, como la creencia en la sacralidad de la persona, que también puede
estar arraigada en experiencias intensas de la violación de estos valores, de la
degradación del ser humano. «Nunca más la guerra, nunca más el fascismo,
nunca más el Holocausto»: tales lemas no expresan una religión, pero tam-
poco expresan únicamente la creencia en la democracia. Casi me sorprende
que mi objeción a Dewey sea controvertida aquí, porque este aspecto de su
teoría de la religión, así entendida, apenas tiene partidarios hoy en día. Digo