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3. La neutralización de
los mecanismos de
defensa
De todos modos, el ejercicio de la función judicial y, en
especial, la de control de constitucionalidad –en este caso de
convencionalidad-
exige

de

la

magistratura

un

considerable
esfuerzo para separar las preferencias personales de lo que
sanamente
se

debe

deducir

a

la

hora

de

interpretar
técnicamente los textos legales.
Por cierto, no se trata de un esfuerzo fácil, porque ningún
magistrado
deja

de

ser

humano

y,

por

ende,

las

esferas
intelectual y afectiva o emocional interactúan y, entre otras
malas pasadas, suelen jugar las racionalizaciones.
El
diablillo

emocional

se

atavía

fácilmente

con

los
atuendos de la racionalidad a la hora de ejercer el poder de
declarar
inconstitucionales

leyes

sancionadas

por

mayorías
parlamentarias y, en consecuencia, tiende la trampa que lleva
a incurrir en el error de declarar contraria a las normas de
máxima jerarquía toda ley sentida como antipática o contraria
a las preferencias o valoraciones personales del juzgador. De
allí la necesidad de hacer consciente el riesgo para apartar
esa tentación al decidir cuestiones que exigen el máximo de
delicadeza en el ejercicio de la tarea de dotar de eficacia a
las normas del tope de la pirámide jurídica.
Esta exigencia alcanza su punto máximo cuando se trata
nada menos que de valorar cualquier interrogante referido a
los límites que los Estados se impusieron convencionalmente
como
acotamiento
del
ámbito
de
sus
potestades