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Paraguay en el siglo XIX y el de François Duvalier en Haití en
el siglo pasado.
La reelección indefinida, por su parte y por definición, es
excluyente
con

la

anterior

y,

por

ende,

sustancialmente
diferente.
No

necesariamente

repugna

a

la

democracia,
porque requiere ineludiblemente el sometimiento periódico al
voto popular, en el que no siempre se gana, aunque se ejerza
el poder ejecutivo o se lo haya ejercido, como lo prueban los
casos discontinuos norteamericanos de Ulysses Grant, que lo
intentó en 1880, pero su partido no quiso nominarlo para un
tercer mandato, o el de Theodor Roosevelt, que se presentó
a un tercer mandato y perdió con Woodrow Wilson.
Pero ni siquiera lo lograron todos los presidentes que se
presentaron
para

un

segundo

mandato

y,

por

ende,

lo
intentaron en ejercicio del poder ejecutivo; sólo fueron diez
en toda la historia de Estados Unidos. Tampoco lo lograron
todos los presidentes que buscaron un segundo mandato en
nuestra
región:

el

caso

de

Macri,

que

se

postuló

para

un
segundo mandato en mi país, es prueba elocuente de que los
Pueblos
son

los

que

deciden,

pese

al

apoyo

del

oligopolio
mediático con que contó, al de un sector judicial prevaricador
y
obediente,

a

su

servicio

de

inteligencia

persiguiendo

y
criminalizando opositores y al del poder financiero nacional y
transnacional cerrando filas y empujando la candidatura del
más puro de sus agentes locales.
Todo esto permite verificar que no todo el que gobierna
gana
un

segundo

mandato

y

menos

todavía

un

tercero,

a
condición,
por
supuesto,
de
que
haya
elecciones
no
fraudulentas, que es lo que realmente debe cuidar esta Corte
y todos los organismos internacionales, con la precaución de
no
sumarse

a

cualquier

opositor

que,

porque

perdió,

lance